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raba un milagro. Era sencillo en sus elocuencias, popular y evangélico, nutrido en los Santos Padres. Era enérgica su predicación, y en los actos de contrición, dialogando con el Crucifijo, fervoroso e irresistible como Fr. Diego de Cá– diz. Celo ardiente, caridad suma, prestigio de santo en to– das partes. A su muerte, algunos cortaron pedazos de su hábito, como reliquias, y seguramente lo dejaran desnudo en Sanlúcar, si no se hubieran tomado precauciones. En todas partes fue tenido por santo. Siempre sereno e inalte– rable, lo mismo cuando le alababan o cuando le criticaban». Del P. Ambrosio de Valencia, provincial de los capuchi– nos de Andalucía: «Conocí en mi juventud al P. Adoáin, y aún conservo su arrogante figura grabada en mi mente. Era de aspecto venerable, con un sello de santidad en su sem– blante que atraía, y al mismo tiempo, infundía respeto. Le oí predicar muchas veces, y él fue, quien con su predica– ción, me arrastró al claustro capuchino. Su enfermedad fue larga y penosa. Más de una _vez lo tuve, viendo sus diálo– gos con el Crucifijo, como una víctima que se inmolaba voluntariamente en el altar del sacrificio, resignada, gustosa, sonriente, sin exhalar nunca la menor queja. Su actitud so– bre la dura cama en que yacía, recostado sobre las almo– hadas, no era la de un enfermo débil, sino la de un hom– bre fuerte, la de un varón de Dios, que esperaba la muerte con dignidad, con fortaleza, con la segura confianza del que espera un vehículo engalanado, para llegar a los cielos». Del Boletín Eclesiástico de Pamplona: Después de una pequeña biografía, la autoridad eclesiástica emite su juicio y opinión: «Navarra ha tenido también, aunque por poco tiempo, la dicha de escuchar algunos sermones de su ilus– tre hijo el P. Esteban de Adoáin; Andalucía ha escuchado los últimos, y ha recogido el postrer suspiro ... Durante su larga vida jamás desmintió su celo por la salvación de las almas. En los 32 años que estuvo en América, honró la Iglesia, la Orden y España como en otros tiempos los in– comparables misioneros Las Casas, San Francisco Solano, San Luis Beltrán, Fr. Juan de Zumárraga, cuyos hechos glo– riosos renovó en gran parte. Y en el poco tiempo que ha vivido en España, aunque anciano, se ha mostrado digno de figurar al lado de los insignes y santos misioneros los padres Jaén, Cádiz y Carabantes. Siempre ha sido tan buen español como ~uen religioso, y ha cuidado siempre del buen nombre de España como del buen nombre de la Religión. Hacemos observar esta circunstancia, para que se sepa que el R. P. Adoáin entendía que un amor grande y profundo al país que la Providencia nos ha dado por Patria, de ningún modo está reñido con la virtud. Esperamos que la diócesis de Santiago de Cuba, El Salvador y Guatemala no olvidarán jamás a su ilustre Apóstol; ni España debe olvidar al in– signe navarro que tanta gloria le ha dado en el Nuevo Mun– do, donde tantos españoles, indignos de este glorioso nom– bre, deshonran todos los días a su Patria. Por nuestra par– te, vivirá eternamente en nuestra memoria, como vive en la de Dios». De don Ramón Nocedal, en carta fechada el 24 de oc– tubre de 1880. «Tengo en mi poder los cuadernos en qu·e el P. Esteban apuntaba, en 1842, los sucesos prósperos y adversos de sus innumerables misiones. El mismo me los confió. De labios de sus hermanos, he oído hechos maravi– llosos sin cuento, de virtud y abnegación , que la humildad del P. Esteban omitía en sus apuntes. De buena gana es– cribiría la vida del venerable religioso, sus misiones en Eu– ropa y América, sus increíbles trabajos entre los bárbaros -29 -

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