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difícil es encontrarlos tan separados, tan desuni– dos, que en la atrición no haya nada, nada del amor que se requiere para la perfecta contrición, ni en la perfecta contrición haya tampoco nada del temor :::¡ue se requiere para la atrición. Sucede lo que con el oro y otros metales preciosos. Raro es encon– trarlos del todo limpios y puros. Lo normal es que aparezcan mezclados con otros metales de cali– dad inferior. Con una diferencia muy notable. En los meta– les esta mezcla viene ya hecha por la propia natu– raleza; en cambio, en los actos de arrepentimiento, más o menos perfectos, somos nosotros los que la hacemos con nuestro mayor o menor fervor, con nuestra mayor o menor diligencia. - ¡Ah!, sí. Ahora comprendo por qué, cuando yo le preguntaba sobre la calidad de los actos de arrepentimiento que brotaban de ésta o de la otra reflexión, usted nunca me contestaba de una forma exclusiva y absoluta, sino de una forma preferen– cial y relativa. - Sí, muy bien lo has comprendido. Mas con esto tampoco intentamos negar que en algunas oca– siones el acto de perfecta contrición llegue a alcanzar altísimos niveles de perfección y de pu– reza. Una comparación se me estaba ocurriendo en el preciso momento en que me quitaste la pa– labra de la boca. Puede que a algunas personas les parezca algo vulgar y casera, pero no im– porta; sé que a tí te va a venir como anillo al dedo. 68

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