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desecha» (Le., 10, 16). Pero el Hijo de Dios no está ciertamente sólo con su misión cietrti,s de nosotros, sino que vive en nosotros con su divino poder. «Yo estaré siempre con vosotros hastra la consumación del mundo» (Mt., 28, 30). Así no predicamos en nuestro nombre propio y con nuestra propia autoridad, sino en nombre y con la autoridad 1d,e Aque[ que dijo: «Yo soy la verdad» (Jn., 14, 6). «Yo soy la luz del mun– do» (.Jn., 8, 12). <<El cielo y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán» (Mt., 24, 35). En nuestra predicación no ,exponemos nuestros pen– samientos ni nuestras soluciones a los grandes problemas de la humanidad, pues esto sería· una pobre sabiduría humana. No, nosotros predica– mos el pensamiento divino, somos heraldos ·de Dioo a los hQmbr,es. '«Somos embaj:ador,es de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros» (II Cor., 5, 20)'. 1«En mí habla Cristo» (II Cor., 13, 3). Estas palabras del Apóstol son la expresión más concisa del origen diyino y de la autoridad divina de nuestro ministerio de la predicación y con ello también de su eminencia y dignidad divinas. Pero :aún se fundan en algo más. PUNTO 2.º: FIN DIVINO OoNSIDERAcróN.-,a) El Apóstol escribe: «La fe es por la predicación» (Rom., 10, 17). La fe es ':fruto de la predicación. Por consiguiénte, la pre– dfoación, según el deseo de Cristo, tiende intrín:.. seca y fundamentalmente a la fe· y ,con ello a despertar la fe en ,el alma, fortalecerla, ahon– darla y hacerla fructuosa para la vida. - 322 -

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