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«Stop»· a la muerte 147 dueño de un magnífico automóvil y le agradaba conducir a toda velocidad. Un día le regalaron sus sobrinos un pequeño retrato suyo, de esos que se colocan en el co– che a la vista del conductor. Y al pie del retrato se leían estas palabras: -Corre todo lo que quieras ... Acuérdate de noso– tros. Tus herederos ... Lo que equivalía a decirle: -Mátate cuanto antes, porque ya se está retrasando mucho la llegada de la herencia ... Vertiginoso conductor, yo que te amo de verdad, pre– fiero decirte otra cos·a: -Corre menos, y disfruta honestamente de tu vida y de tus bienes. Aunque los sobrinos egoístas tengan que esperar unos años más y les toque algo menos en el reparto. 407 Predicaba yo unas Misiones en Barcelona. Una de las noches, finalizados ya los actos, se me presenta un buen amigo con su coche para llevarme a cenar con él. En el trayecto se salta un semáforo en rojo. Un guardia le da el alto y se nos acerca el coche con cara de pocos amigos. -¡Vaya por Dios! -me dice el conductor-. Al venir a buscarle a usted, ya me pusieron una multa. Ahora me va a caer otra. Pero al acercarse el guardia a la ventanilla, me vio a mí con mi hábito y el gran crucifijo de misionero al pecho, y se debió creer que yo era algún Obispo, Car– denal o Patriarca. Y dulcificando el tono, dijo a mi amigo: -¡Por favor! Respete los semáforos. Ha puesto en peligro su vida y la de su acompañante. Y se retiró, saludando sonriente. -Me ha salvado usted de la segunda multa -me dice

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