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118 P. David de la Calzada 329 No sé por qué todos nos empeñamos en tener coche. cuando no lo necesitamos o podemos solucionar nues– tros desplazamientos con los servicios públicos. Siempre iremos más seguros en éstos que en nuestros propios coches. Por cada vehículo público que se estrelle, se habrán estrellado quinientos turismos particulares. Y es natural. El conductor del vehículo público «tiene muchas horas de vuelo ... ». 330 Si hemos de creer al taxista, nuestras calles están llenas de insensatos, indignos del carnet de conducto– res por su incapacidad para empuñar el volante. El ta– xista es el hombre avezado. Su larga experiencia es una garantía. Por eso no puede permanecer indiferente a tan– tos desacatos al Código de Circulación como contempla a cada momento. A ellos mismos les crean un peligro. Y no es que los que conducen no sepan conducir, sino que se saltan el Código a la torera porque les da la real gana. ¡Y que se fastidie el universo! ... 331 Vamos a suponer que a todos los españoles nos pre– sentan un día una gran bolsa llena de bolas. La mayor parte de ellas llevan la palabra «vida». Y sólo dos doce– nas de ellas la palabra «muerte». Y nos obligan a todos a sacar una al azar. Si la que sacamos tiene la palabra «muerte», es que tenemos que morir en ese mismo día. ¡Cómo temblaríamos antes de echarle mano! Y eso que las probabilidades de sacar una de las bolas de la muer– te serían mínimas, por ser infinitas más las de la vida. Pues bien; todos los fines de semana mueren en las carreteras de España, eso, entre una y dos docenas de

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