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114 P. David de la Calzada 319 Dicen que allá en la ciudad de Ahmedabad, en la In– dia, hay un tráfico tan emarañado, que no hay quién lo pueda desenmarañar. En las calles céntricas se cruzan, en hormigueo constante, autobuses, camiones, turismos, vespas, bicicletas, peatones, burros cargados de arena, camellos, perros y vacas sagradas. Y, por añadidura, los guardias urbanos son tan elás– ticos, liberales y comprensivos, que apenas intervienen más que para imponer las más elementales normas de circulación. Ignoramos el saldo de accidentes y de víctimas que este marasmo circulatorio podrá producir al cabo del año. Pero si en España hubiera tal tolerancia, es posible que c·ada 31 de diciembre se llegaran a contabilizar más víctimas que en la guerra de la Independencia contra Napoleón. 320 Después de escrito el anterior pensamiento, casi he llegado a cambiar de opinión al reflexionar sobre un he– cho ocurrido el año 1977 en la ciudad de Salamanca. Parece ser que los guardias encargados de la direc– ción del tráfico en la ciudad se declararon un día en huelga, reclamando elevación de salarios. ¿Y qué ocu– rrió? ¿Que se multiplicaron los accidentes? Pues no, señor. ¡Algo prodigioso! Aquel día no hubo en toda la ciudad ni en todas sus cercanías el menor percance circulatorio. ¿No sería por aquello de que «el miedo guarda la viña»? 321 Pero lo admirable es que en la ciudad india de Ahme– dabad, con su caótica circulación, nutrida de autobuses,

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