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300 F. ELIZONDO vida práctica ideadas por las primeras generaciones, en parte influencia– das por la espiritualidad cristiana y religiosa de aquella época, son ele– mentos secundarios, sujetos a necesarios o convenientes cambios; pero ellos han formado un ambiente de familia que, nosotros, sin más, no po– demos abandonar. Con todo, lo verdaderamente importante para el ca– puchino de ayer y de hoy es el esfuerzo denodado en observar, no de palabra y en teoría, sino de hecho y en verdad el espíritu y la substancia de la norma de vida minorítica. Los capuchinos, a través de los siglos y con las limitaciones propias de la naturaleza humana, han pretendido encarnarlos, acomodando su cotidiana existencia a los postulados fundamentales de la regla. Y, justo es afirmarlo, la orden, por haber seguido la trayectoria trazada por ésta en torno a la pobreza, a la humilde y sencilla minoridad, a la exquisita caridad para con los necesitados e indigentes, al íntimo recogimiento con el Señor, ha dejado una huella no despreciable de su vivir y actuar en la Iglesia: el capuchino era algo especial para los fieles sencillos, para el verdadero pueblo de Dios. En nuestro sincero deseo actual de renovación, tal vez hayamos olvi– dado en demasía nuestro peculiar sentido franciscano de la vida y la concretización básica y exigente de la regla. Sin reflexionarlo suficiente– mente, queremos asemejarnos, quizás en demasía, a los sacerdotes dioce– sanos y otros religiosos, haciendo un conglomerado no siempre fácil de digerir. Y, sin pretenderlo, surge una pregunta humilde y sencilla: ¿hoy, la orden capuchina proyecta luz peculiar de vida y actuación entre los fieles?

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