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NUEVA AUTOBIOGRAFÍA DEL P. GUILLERMO DE UGAR, CAPUCHINO Un día 10 a fin de no vernos sorprendidos por nuestros enemigos, enco– mendé a unos hombres de mi confianza, bien pagados, la vigilancia y los coloqué en sitios diferentes para observar los movimientos del general de los liberales. Además advertí al cocinero y a todos los religiosos que la comida sería a las diez, porque presentí una gran desgracia. Apenas nos habíamos sentado a la mesa, a la hora indicada, cuando se oyeron en la puerta del convento repetidos golpes. Salí corriendo del come– dor y he aquí que uno de mis hombres me dice: «Padre Vicario, llegan los liberales». Volví al comedor gritando: «Los liberales, hermanos míos, los liberales». Ante esta espantosa noticia, corrieron a sus habitaciones a tomar las pequeñas maletas .preparadas de antemano. Ante este triste espectáculo no sabía qué hacer. Todos se apresuraron a huir, pero yo no podía abandonar el convento, dejando en él el Santísimo Sacramento. Adivináis mi angustia. No se si fue Dios o el miedo quien me inspiró. Llamé a un hermano y le dije que me acompañara. Tomé la llave del Sagra– rio y consumí todas las formas que contenía el copón. Después acompañado del mismo hermano, partí precipitadamente al monte antes de la llegada de los liberales. Lo conseguí gracias a Dios. Yo encontraba multitud de hombres, mujeres y sacerdotes. Pasamos el día y la noche en campo raso. Por la mañana, muy temprano, subieron algunos hombres a una colina que dominaba casi todo el país, y qué espec– táculo tan desconsolador presenciaron sus ojos. Una espesa humareda negra ascendía hasta las nubes por la parte de Vera; nuestro convento ardía com– pletamente... ! Consumado este sacrilegio, la columna de Rodil se alejó sembrando a su paso la destrucción. Al verme sin convento, con todos los religiosos de la comunidad dis– persos, rodeado de peligros, tomé el acuerdo de recurrir a Sagasti~elza ( na– tural de Leiza), jefe de un batallón carlista, que fue después general; fui su capellán y su compañero inseparable de mesa y de casa. Paso en silencio los horrores de esta guerra fratricida cuyo recuerdo todavía me estremece. Diré únicamente que he asistido a muchos combates, siempre vestido de mi santo hábito, sin otras armas que la fe cristiana y el crucifijo en el pecho. El divino Señor, me libró una vez más de una muerte segura 11 • En uno de estos combates, mi caballo recibió dos balazos, y tuve 10 El 3 ó 4 de septiembre de 1834. 11 Félix L1cHNOSKI en Recuerdos de la guerra carlista, p. 68, dice: "Todos los car– listas se acuerdan de Fr. Guillermo, en Andoain, yendo al fuego con su capucha; del P. Ramón (de Murieta?) que fue herido gravemente en Oriamendi, en un brazo. NT. [9] 619

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