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NUEVA AUTOBIOGRAFÍA DEL P. GUILLERMO DE VGAR, CAPUCHINO Me presenté en la puerta del cuartel; los carabineros se sintieron con– solados al verme entre ellos, principalmente el jefe y los oficiales. ¡Qué con– traste! Un capuchino en un cuartel! ¡Su,hábito junto al uniforme! ¡El cru– cifijo sobre mi pecho al lado de las armas de guerra! Seguramente que los revolucionarios y muchas gentes del mundo ha– brían dicho: «¡Este Padre se ha vuelto loco! ¡Qué insensatez, encerrarse con los soldados en ese viejo castillo, con peligro de dejarse degollar!». Pero en lo íntimo de mi alma me reía de toda consideración humana. Me decía a mf mismo: « ¡Ante todo la caridad! ¡También los soldados son hijos de Dios, rescatados con la preciosa sangre de Jesucristo!». Horas después de mi entrada en el cuartel, el jefe revolucionario envió un parlamentario intimándonos entregar sin resistencia el castillo con toda la guarnición. Ante la negativa de nuestro jefe, comenzó el ataque. La acción fue corta y los revolucionarios tuvieron que retirars_e. Pero la tregua no duró mucho. A los cuatro o cinco días volvieron los enemigos con una infantería más numerosa y ochenta lanceros a caballo. Nuestros pobres carabineros que no recibieron refuerzo alguno, se ate• morizaron. El desconcierto cundió en sus filas. ¡Qué situación la mía! La puerta del cuartel fue abierta no sé por quién, y todos huyeron a la desban– dada ... El jefe y los oficiales se cansaron de gritar: «Orden, orden!». Pero trabajo inútil, cada uno corrió por su parte. También yo, al ver este desorden, me decido a abandonar el castillo, huyo para llegar al puente de un río bastante ancho, pero no me atrevo a avanzar por temor a la caballería enemiga que se acerca; vuelvo atrás, todo azorado entro en el río, pero apenas he dado algunos pasos, caigo y me hundo en el agua! Me resigno a morir... Pero. no. Dios me salva de este peligro; salgo del río con el hábito todo empapado. En tan triste estado, me oculto en los arbustos de un islote. Pero no puedo permanecer ahí por largo tiempo, porque hay que salir y atravesar la otra mitad del río. ¡Nueva calamidad! Como mi hábito está todo mojado, pesa como el plomo y me hundo nuevamente en el agua. También ahora el bondadoso Dios me salva providencialmente y alcanzo la orilla. En este lastimoso estado, me dirijo a un lugarejo, a la casa de una devota señora, devota de los capuchinos. Aquí tengo que desprenderme del hábito y meterme en la cama hasta que se seque el hábito. Mientras tanto me entero de que los revolucionarios no avanzan. Se han acuartelado en Vera en el castillo que abandonamos nosotros. Habían creído que la revolución estallaría en toda España; pero se equivocaban. [7] 617

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