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416 Vida del P. Adoain gemido, ni uno de esos movimientos involuntarios de una vida que se acaba. Su actitud sobre el humilde jerg·ón en que yacía era dignísima, severa e imponente: ni debilidad, ni de– jadez, ni abandono, como si esa fortaleza no se hubiera de doblegar ni aun al peso de la muerte. Él mismo pidió el Santo Viático y de rodillas lo recibió en su celda con las mayores muestras de piedad. Administrada la Santa Unción, todavía . ese cuerpo moribundo se arrastraba hasta el coro y asombra– ba a sus hijos, permaneciendo largo espacio de tiempo en ora– ción y con sus brazos levantados al cielo. Pero no era posible que aquella preciosa vida se prolonga– ra ya: le mataban a una su predicación y penitencia; el cilicio apenas se estremecía ya a las débiles oscilaciones de su pecho moribundo, y consumiéndose . en lenta agonía, previsto el momento de su muerte, entregó plácidamente su alma en las manos del Señor a las cinco de la mañana <lel día de ayer. Su muerte ha sido llorada por sus hijos. ¡Quién no llora la muerte de una persona amada! Pero este llanto está justificado con el sentimiento de pro– fundísima veneración que inspira ese cadáver, con ese no se qué de misterioso y divino que se revela en esas facciones ve– ladas por la palidez de la muerte. ¡Oh! ¡Cuánto nos dice y nos enseña ese cadáver! Traed aquí todas las glorias, todas las grandezas, todos los place– res de la tierra, y huirán averg·onzados de ese fél'etro. Por el contrario, esos pies descalzos por la penitencia, los besa hoy con veneración la piedad; ese Eayal de humildad y de morti– ficación se aprecia y se estima como una reliquia, y un garfio del cilicio que se oculta bajo esa túnica, lo guardaríamos como un tesoro. Aprºended, mortales; aprended de ese cadáver cuál es el camino del cielo y qué es lo que hay de cierto, de seguro entre to dos los intereses de la vida. Dad un adiós a todas las falsedades del mundo y abrazaos con la cruz de Nues– tro Señor Jesucristo que es la única que conduce las almas a la eternidad.

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