BCCCAP00000000000000000001226

Oración fúneb1·e 411 Atraviesa, pues, a Francia, pone el pie en Italia; madura allí y consulta con Dios sus grandes proyectos y, fortificado en la oración por el espíritu de Dios, se prosterna a los pies del Vicario de Jesucristo en demanda de una misión apos– tólica para evangelizar los pueblos de América. El inmortal Pío IX (1) acoge benignamente al humilde Capuchino, escucha lleno de amor su heroica súplica e impo– niéndole las manos y derramando en él su espíritu: «Ve, le dijo, ve en nombre de Dios y evangeliza a esos pueblos redi– midos con la sangre de Jesucristo.» El humilde Capuchino se levantó, y en su frente cente– lleaba ya la aureola del Apóstol. Apóstol, sí; creo que sin exageración podemos dar ese nombre al que fué P. Esteban. Su misión, verdadera y divina; sus grandes peregrinaciones, sus viajes a un Nuevo Mundo, los centenares do pueblos dis– tintos entre sí en idioma, religión y costumbres, que ha visi– tado, que ha evangelizado, que ha redimido de la ignorancia y de la corrupción, sus trabajos, sus enfermedades, sus perse– cuciones, sus peligros, sus cárceles; toda su vida es la vida de un Apóstol. Vedlo, sino, una vez investido, atravesar rápidamente la Italia, pisar con su destrozada sandalia las crestas de los Alpes, descender a Francia, buscar en uno de sus puertos un bajel, y embarcarse, como Pablo, en busca de los pueblos que había dA eva~gelizar. Surca las inme– diaciones del Océano, las olas se· muestran dóciles bajo la quilla que sostiene al enviado de Dios y ... ya está entre los suyos. El indio, ese pobre indio, que no ha tenido en la tierra más amparo que el de Dios, ni más amigo que su misionero, le reconoce fácilmente en su traje, en sus pies descalzos, en su luenga barba, en el crucifijo que pende sobre su pecho y más que nada en su mirada, que refleja toda su caridad y toda su alma. Entre ambos se jura una eterna amistad; el indio se postra a sus pies y besa con veneración su humilde túnica, (1) Ya tenemos dicho que era el Papa, Gregorio XVI.