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408 Vida del P. Adoain profundo el sentimiento de la humildad, tan extremado el desprecio de sí mismo, tan grande el amor a las humillacio– nes. Reflejo vivo de las virtudes de San Francisco, el P. Este– ban jamás se nombraba a sí mismo sin añadir algún califica– tivo denigrante, que no repetiré yo por la respetabilidad de esta cátedra santa. Al amor más ligero de una palabra halagüeña, la frente del P. Esteban se revestía de una severi– dad imponente y el elogio moría temblando en los labios de los que le amaban. Su obediencia corría parejas con su humil– dad , y de ella nacía y en ella se apoyaba. En el P. Este"ban la obediencia no fué jamás incompleta, parcial, a medias; todo en él se sujetaba a su dominio, todo aceptaba su yugo: la acción exterior, la voluntad, la inteligencia. Una orden seve– ra, emanada de un Superior jerárquico, vino una vez a inte– rrumpir las santas tareas del P. Esteban. Su situación era crítica, la resolución gravísima, la autoridad misma, que había obrado bajo el peso de circunstancias delicadísimas, deseaba una palabra del P. Esteban, una de esas palabras que la justicia hace siempre conciliable con la más perfecta obe– diencia; pero el P. Esteban no la pronunció. Y aquel silencio casi sobrehumano, aquella sujeción com– pleta, absoluta, aquella esclavitud perfecta, como la que tiene la piedra a la ley de su graVfldad, y el astro a la órbita en que gira, hacía exolamar con asombro a la autoridad que se la había impuesto: «El silencio del P. Esteban me mata». Su mortificación... ¡Ah! Mirad esos pies desnudos y enca– llecidos; fijaos en ese tosco y grosero sayal, esa cruz apretada entre las manos ... más abrazada, más apretada estaba su alma con la cruz de la mortificación y ele la penitencia. ¡Oh! Si yo pudiera rasgar ese hábito; si la modestia de ese cadáver lo permitiera, veriais con vuestros propios ojos hasta donde llegaba su amor a la cruz y al sufrimiento. Ese pecho está ya helado, ese corazón no late, esa carne está muerta; ya no hay ahí pasiones, ni rebeldía, ni sensualidad-, ni pecado que com– batir, ni que azotar: y sin embargo, todavía un ceñidor de hierro está a-¡:-retando esa cintura y la punta del alambre está

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