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Su apostolado en la Amé1-ica Cenfo·al 269 República, excogitaron como único medio de pacificar aque– llos ánimos, dar una misión, fijándose en el P. Esteban, quien, como en el capítulo anterior hemos visto, al poco tiempo de hallarse en Guatemala, cautivó tanto la atención por sus misio– nes y se granjeó tal fama de santidad y de enviado de Dios, sobre todo entre los naturales del país, que arrastraba en pos ele sí a los pueblos. He aquí los términos en que se expresaba el Ayuntamiento de Santa Rosa en la petición que con este fin dirigió al señor Arzobispo de Guatemala: «Prescindimos, decía entre otras cosas, de las causales que en circunstancias comunes hacen tan apetecible la misión, que en sí sola lleva la bendición celestial para producir resultados que sólo a ella son característicos, y sólo nos concretamos ahora a des– cribir la posición lamentable en que, por desg:-acia, nos halla– mos envuelt~1s. »Después que la mano del Omnipotente se ha dignado to– carnos enviándonos la epidemia del cólera, para que, recono– ciendo el peso de su Divina Justicia irritada con nuestras iniquidades, nos viésemos obligados a volver sobre nosotros, conocer nuestros desvaríos y pedirle perdón implorando sus misericordias, nuestra ceguedad ha conducido a nuestros her– manos a un extremo de malicia para cometer mayores críme– nes. El mismo motivo que debiera servir para disipar el error en que yacíamos, el que debía darnos a conocer visiblemente la mano poderosa que quería despertarnos, y aquello mismo que debió singularizar la paz como don precioso que J esucris– to nos legó para amarnos mutuamente, ¡cosa extraüa! esto mismo no ha servido sino para que la perversidad del hombre sembrara en estos habitantes la discordia que se ha enseüo– reado de nosotros. Negándose a conocer el dedo de la Pro– videncia, aun dados sus atributos a aquellos contra quienes sus odios les sugerían funestas venganzas, pues que protestan– do que el cólera no tenía otro origen que los envenenamientos suministrados por el Supremo Gobierno, ha11 venido a trastor– nar la tranquilidad que felizmente disfrutábamos. »Verdad es que en tan terrible crisis el Supremo Gobierno

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