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[s2J CAPÍTULO II Recuerdo que de niño, viéndola a ella, creía que todas las mamás sufrenmucho -tal vez seaverdad-y tienen sobre los ojos siempre un sutil velo de lágrimas. Creía que las mamás no comen nunca -su estómago no admitía apenas alimento- y que se limitaban a probar si estaban en su punto los alimentos que preparaban para los demás. Yo creía que las madres "no eranmás que madres", es decir, entrañas siempre abiertas para los hijos, incapaces de pensar en sí mismas. Ella fue siempre así. Dios le concedió un almamuy grande y un gran sentido del dolor. Por ello vivía tan convencida de la espléndida generosidad de Dios para con ella, que nunca se atrevió a negarle nada... y eso que Dios sabe pedir. Comenzó por concederle once hijos, pero de ellos le arrebató tres en la primera infancia y dos a la misma hermosa edad de treinta y cuatro años. Su pérdida le costó muchas lágrimas, pero nunca le oímos una queJa. Cinco de sus hijos fueron llamados porDios a lavidareligiosa, cuatro de ellos al sacerdocio. Era ya sacerdote, cuando supe por qué mi madre, tan efusiva siempre, fue tan breve, al despedirme para el seminario. Corrió a ocultarse, para que la vista de las lágrimas que mi partida le causaba no fuese parte a hacerme dudar en la vocación. En la última enfermedad pudo ver a tres de sus hijos junto a ella; pero en el momentomismo de sumuerte, que sobrevino antes de lo esperado, Dios le pidió el último sacrificio: no estar junto a ella ninguno de sus hijos, reclamados por distintas obligaciones en otro lugar. Y en se momento todavía dio gracias, porque tenía junto a sí a su esposo y a un grupo de mujeres, ejemplo de caridad y de piedad. Mi padre fue recitando las letanías de los santos y las oraciones de la preparación para la muerte, que ella fue respondiendo suavemente con plena conciencia, hasta que, viendo a la Virgen de Lourdes sobre la mesilla de noche, pidió a su esposo como último favor que en el

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