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FRANCISCO ÜSTÉRIZ LIZARRAGA Es viernes, 4 de julio del 86. Vienen a confesarse Adolfo García Vera y Olga Cecilia Tomalá Tomalá; mañana, sábado, se casan en Engabao. El religioso que "hace los rezos", acepta el pedido pero con una condición: que esta noche no duerman juntos. Llevan meses conviviendo. Y Adolfo acepta la recomendación y la bota en un costal roto. Una tarde se me presenta la señora Hermelinda; llega agitada. "Apúrese, padre, para casar a mis novios. La novia ya se ha probado el vestido". Y uno, de buenas a primeras, no cae en cuenta de esa "espuela" que mete prisas, y entiende que el vestido no es lo más importante. El matrimonio es un asunto serio y hay que realizarlo con la debida preparación y dedicándole el tiempo que sea necesario. Después, al roce de los años y las variadas experiencias, uno acierta a entender el vestido nupcial confeccionado con el hijo de las prisas. Es que la novia está encinta y cada semana que pasa se le descuadra la figura y, quién sabe, si el descuido se prolonga, se va a ver obligada a probarse otra vestimenta o a salir al altar arreglada de domingo. ¡Ni Dios lo permita! La señora Hermelinda pasó por este trance bochornoso y guardó una "receta" para sus hijas. Belisaria, la hija mayor, fue secuestrada y al tiempo se concertó la boda. Hermelinda mandó confeccionar el vestido a medida, pero dejan– do diez centímetros de género al interior de la costura. Dos semanas antes de llegar al altar, descosieron el vestido y volvieron a ensamblarlo rozagante y voluminoso. La noche de bodas, Belisaria vivía los momen– tos más importante de la liturgia desde la penumbra de sus ocho meses de embarazo. Presencio y bendigo el matrimonio de Gilberto Vera con Cenia J. Tomalá, y Alberto Tomalá con Julia Rodríguez B. Es peculiar el color

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