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Tanto él como Mons. Ma Ji pasaron más de dieciocho años en trabajos forzados, construyendo casas, sin malos tratos físicos; pero obligados a un tratamiento de lavado de cerebro y siempre malcomidos. Y como ellos, casi todos los sacerdotes. En ese mismo momento, el obispo de Lanzhou vivía bajo arresto domiciliario. De Lanzhou a Pingliang rodamos todo un día, atravesando el desierto, la ciudad de J ingning, donde vivió Alejandro y el imponente nevado de Liu Pan Shan. Cuando Mons. Ma Ji vio a fray Dositeo, se quedó clavado, se tapó la cara y lloró. En esta ocasión también vino la policía a visitarnos al hotel. Pidió los pasaportes y se fue. En casa conocimos a algunos católicos viejos y al padre Santiago Zhang, baldado gravemente a causa de una caída y cuidado por un seminarista. También visitamos a las religiosas y las tumbas de nuestros hermanos. Sus huesos aún estaban dentro de aquella tierra donde ahora se siembra trigo. En esta ocasión me habló Monseñor Ma Ji por primera vez de que algunos seminaristas querían ser Capuchinos y él estaba dispuesto a dar los mejores. La impresión que tuvimos fray Dositeo y yo fue que el Sr. Obispo quería entregarnos a todos. En el fondo quizá soñaba en que Pingliang volviera a ser de nuevo una Diócesis con capuchinos. Estaba claro que los viejos sacerdotes educados por nosotros habían dejado el fermento de Franciscanismo muy metido en el alma de aquella Iglesia. La pobreza y los sufrimientos había hecho de todos ellos, sacerdotes, seminaristas, religiosas y cristianos, una pequeña comunidad muy unida. Esta vez pude ver con más detalles las necesidades concretas de la Diócesis. Anoté las siguientes: Iglesia y seminario en Pingliang, Iglesia en Sanshelipu, medios para catequesis y pastoral, ayuda para la formación de seminaristas y religiosas. Al partir, Mons. Ma Ji me pidió que le diera un mensaje al Papa. Era el siguiente: Santo Padre: Yo Ma Ji, obispo de Pingliang, vivo en comunión con Vd. Pedro, Cabeza de la Iglesia. Y esto lo digo para siempre. 48