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Treinta y dos años después El avió,n de Lufhansa aterrizó en Beijing a media mañana del 16 de julio. Para Alejandro era su reencuentro con China; para mí, un viejo sueño fascinante. En ese viaje no tuvimos suerte. Cuando pretendimos subir a Pingliang en taxi desde Xi'an, nos encontramos con la sorpresa de que el programa había sido cambiado desde España sin que lo supiéramos nosotros. La visita a esta ciudad capital quedaba reducida a un sólo día, lo que imposibilitaba cualquier otro tipo de programa al margen. Lo que hicimos fue saludar al obispo de Xi'an, quien nos recibió con una cierta frialdad y recelo. De aquella breve conversación en la pobrísima estancia de la casa episcopal, apenas sacamos nada en limpio, hablando en latín y en el poco chino que recordaba Alejandro. Algunos sacerdotes y religiosas de la lista que presentamos, ya habían muerto. No hubo manera de saber cómo. Otros vivían libres en sus trabajos; entre ellos oímos los nombres de D. Felipe Ma y de D. Pedro Wang. Para mí estaba claro que el obispo de Xi'an se sentía incómodo. Era además muy anciano y al parecer bastante enfermo. El sacerdote que se sentó a mi lado, algo alejado del guía chino, se mostró mucho más abierto, y hablando en latín, mientras me ofrecía té y cigarrillos, me dijo: - Vuelvan ustedes. Estamos muy contentos. Ahora no podemos hablar. La única oportunidad de conversar con la gente la tuvo Alejandro cuando fuimos a visitar La Tumba de los Guerreros de Tarracota o Bingmayung. Se trataba de tres muchachas de Lanzhou que se acercaron a curiosear. - ¿Quién eres tú? - le preguntaron. - Yo soy un sacerdote católico de España. - ¿Y por qué no venís otra vez a China? - Si el pueblo chino nos llama vendremos con mucho gusto -les dijo Alejandro. 13
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