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Estallan las bombas cerca. Corren grupos degentes quepasansobre elArga. Seoyealfinal unagranexplosión, como finalde traca, yva quedando la escena sola, silenciosa, con el Arga solo, magulado, en el proscenio. Entra suave una música mortuoria, tristísima. Se va aclarando el ambiente. Despierta el Arga hecho zorros. Toque lúgubre de cometa en honor de los muertos. No, no, no lo he soñado; lo recuerdo todavía todo como si aún estuviera vivo. ¡Qué días más amargos! Enfrentados los herma– nos, religiosos ellos, pormor de tantas cosas: lengua, tierra, raíces y linderos. ¿La política es más fuerte que la fe; son distintas, o la fe deberá nutrirse de la cotidianidad y, a causa de ella, deberán surgir las respuestas comprometidas ante Dios y ante los hombres y mujeres? No sé. Un reflectorilumina un rincón del escenario y se visualiza un frailecillo que lee y memoriza con dificultad. El Arga da vueltas en tomo a él. Miradlo. Estácasi ciego y sordo. Ingresó en el seminario alos once años. Sólo hablaba el euskera, su lengua materna, y pateaba el castellano; decía, por ejemplo, mosca sucio, y sus compañeros lo remedaban despiadadamente y se mofaban de él. Él, como reac– ción, juró arrancarse para siempre la lengua de sus mayores. Y lo consiguió. Más tarde, cuando su amatxo venía a visitarle, ella le hablaba en la lengua que él mamó a sus propios pechos, pero él yo sólo podía contestarle en castellano. ¿ Quién le estranguló el alma, yvioló y pateó su infancia? El viene corriendo por la vida, arrastrándose sobre los muñones de su infancia pisoteada. Pretende ahora retomar penosamente lo que ayer le cercenaron por mor de políticas suicidas. Otro chorro de luz ilumina a un fraile subido a un púlpito; se lo ve accionar.

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