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marcha y actividad de la comunidad eclesial tanto en lo que se refiere a su vida hacia dentro como en lo que afecta a su vida hacia fuera. (Se acabó la dicotomía tan equívoca y equivocada entre el seglar que se ocupa de las cosas del mundo y el sacerdote que se ocupa de las cosas de la iglesia). Lo anterior carece de fundamento sólido si no recordamos el cuarto gran tema aún pendiente del que no he dicho nada y del que habla tan poco la teología occidental: el Espíritu Santo. El Espíritu es el que diversifica en cuanto fuente de los diferentes carismas y ministerios. Al estar ausente o, mejor, al ignorar su presencia, todo deviene uniforme. Se pierde el sentido de lo particular. En concreto, la iglesia particular o local, en cuanto distinta o diferente, pierde su personalidad. ¿Nos ha de extrañar entonces que nuestra iglesia romana, tan poco pneumataológica en su teología, tenga en tan poco consideración a las iglesias locales, también a los obispos diocesanos que los reduce a una especie de delegados gubernamentales del Sucesor de Pedro? Desde el Concilio no se ha avanzado nada en el principio de la sinodalidad. Quizá se ha retrocedido. Y esto es uno de los motivos de escándalo en muchos fieles, teólogos, teólogas. Porque el retroceder estas formas concretas de comunión, retrocede la misma comunión eclesial. Y entonces se está contribuyendo a la división de la Iglesia 9 • La segunda fractura es la distinción-división entre seglares y religio– sos-religiosas. Aquí ciertamente se ha avanzado tras el concilio. Ya se va superando la idea de que los segundos viven en estado de perfección y los otros no. Hoy la mayoría de los teólogos hablan de la radicalidad como nota esencial de todo seguimiento de Jesús y de que la llamada al seguimiento es consubstancial a la, fe de todo bautizado. 9 En concreto está planteada la "retractatio" profunda del ministerio de Pedro respecto de los obispos y del ministerio tanto de los obispos como de los presbíteros respecto de las comunidades locales. A lo primero ha invitado Juan Pablo II en su Encíclica Ut unum sint de mayo de 1995. 97

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