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exterior de guadúas quedó hecho colador. El albero se tornó ahora decididamente bruno. Y en los centros, desoladoramente solo, Tortuguita templaba conmovedoras verónicas a la lluvia... Al ceder la tromba de agua, los espectadores sin prejuicios de taquilla y con la tapia por tierra volvieron multiplicados. Era un lleno hasta la bandera el que ahora contemplaba a los lidiadores chapotear por el fango oscuro del coso. Enseguida hubo percances. Pues los tendidos de caña no estaban por soportar el sobrepeso que se les vino encima y cedieron. ¡Con qué presteza se desbarataban! Sonaba un crujido y toda una grada de espectadores desaparecía como bolos hasta dar en el fango. Algunos aficionados se golpearon duro y se retiraron a las asistencias. Tan admirados estábamos viendo el derrumbe general cuando apareció en el ruedo una escuálida vaquilla de afilados cachos. Al animalito no le cabía el alma en el cuerpo y daba respingos a cada capotazo de Lechuguín. Viendo que no había enemigo, Tortuguita desistió de hacer faena y, después de intentar infructuosamente llevarse a la ternera al corral tomándole de los cuernos, pidió nuevamente al cebú que tras el diluvio de seguro estaría con más ánimos... - ¿Qué fue maestro?, ¿le cogió? - ¡Chucha, qué trompada me aplicó!- resoplaba el espada con la narizpelota definitivamente desprendida y doliéndose amargamente de los lomos. Es una pendejada torear con un piso tan resbaloso. Se te viran los pies y quedas a merced del ganado. Lechuguín, en el ínterin, daba mantazos al morlaco aculado en el burladero. Aumentaba la rechifla del personal que veía cómo el festejo se venía abajo. - ¡Otro toro, queremos otro toro!, gritaban. Tortuguita, palpándose el maltrecho espinazo, ojeaba alguna gatera cercana para escurrirse. De modo que cuando el cebú embistió sorpresivamente al burladero, lanzándome a un lado mientras la cámara volaba por otro, el matador encontró ocasión propicia para disiparse. En cuanto pude corrí tras él arrancándole la última confidencia: 43