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En Conambo todos conocen a D. Virgilio Eraso, el sobador. Vive en una casita de madera, embadurnada de rojo, aislado en el platanal. D. Virgilio es unmestizo que impone instantáneamente la fuerte solidez de su presencia: viejo ya, gordo y tuerto del derecho. Luce altas botas de goma, pantalón verde, camisa salpicada profusamente, no sé si de sangre seca o de pintura, y una gloriosa gorra de beisbol, roja, "Honda". Cruza ante nosotros por el zaguán de piso de tierra, ensimismado. - Está curando -dice su mujer, presentándose- y no sabe platicar cuando trabaja. Efectivamente, tendido en una banca de palos hay un colono al que D. Virgilio, tranquilo y concentrado, aplicamasajes enunmuslo. En seguida, hace sentar ahí mismo a Isaías y, sinpreguntarnada, comienza a atenderle. Lava la muñeca, que ahora se inflamó tantísimo, con agua (¿oxigenada?) y le trae dos píldoras. - ¿Serán para el dolor, D. Virgilio? - De anestesia son -me dice sin mirar. Inicia una serie desilenciosos viajes a un cuarto cercano al que le sigo. Allí se amontonan, sobre la cancha de tierra, hierbas, frascos, frutas y animales; por las paredes se alternan mujeres de calendario en cueros y santos de altar. Sale el sobador con el dedo índice untado de ungüento marrón con el que frota la muñeca. Repite viaje a botica y ahora el dedo viene ungido de bálsamo malva... - ¿Son remedios suyos? - No más para calentar. Masajea la muñeca vigorosamente, estira cada dedo, al fin tira brevemente de la mano... la muñeca vuelve a tomar su equilibrio. Isaías no ha gritado. D. Virgilio sigue haciendo pausadamente, absorto; limpia los pringues y con un enorme cuchillo de cocina, prepara tablitas de astillas de guadúa, asegura el conjunto con un parche poroso "EL león". Todavía entrega a Isaías dos pO.doras para rebajar el dolor. Antes de salir le he preguntado: 32
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