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el Shiripuno, veremos más adelante. Poco podemos hacer ya. Regresamos mientras anochece, cruzamos míseros poblados de morenos, casitas en esqueleto de los primeros colonos, enormes campamentos de compafiías, impresionantes antorchas de los pozos... Un alto obligado ante el control de fusiles de los milicos. ¡La civilización contra los salvajes! EL AIRE ESTÁ LLENO DE NUESTROS GRITOS Caminamos acosados por las arenillas del atardecer en las sendas del platanal hacia la casita de Manuel Cobo. - Padrecito, mi esposa se ultima; ya le botaron los doctores de Quito y ahorita bien J:IMllita está en la casa. Le dijeron que tiene cáncer a la madre, la abandonaron no más, ¿qué vamos a hacerle ahorita? No dijo más y miraba al suelo, tal vez para esconder la húmeda desolación de sus ojos; demacrado, encogido, con un certísimo pánico de · animal acorralado. - ¿Vos creéis, D. Manuel, que querrá verme? - Sí, claro, eso no más espera para morir, padrecito; vaya yendo, vaya yendo... Eso fue en lamisa y ahora atravesamos la finca de Juan Telelema que cedió aManuel dos hectáreas, como nos cuenta su hijaMaría guiándonos. -Eran botados, los pobrecitos, sin techo estaban ni siquiera yla sen.ora ultimando. Mi papá les cedió la tierrita. Atravesamos inciertospasos deguadúaque salvanquebradas, aguajales de aliento pútrido. María camina resuelta, aventurando sus desnudos pies por el cieno y los tupidos hierbajales; sujetando prensilmente las livianas cafias de los puentes cruza impávida ymira nuestro equilibrioenfocándo– nos con su ojo ciclópeo. La enfermedad le ha cavado una hondisima caverna sangrante a su alrededor. 13

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