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Haciendo de abogados del diablo afíadimos al tropel de preocupaciones causadas por las nuevas carreteras amazónicas (atentado ecológico, invasión de tierras indias, etc.) unamás, que si bien pareció improdecente durante un tiempo, ahora se la considera obvia. Se trata de la protección del patrimonio arqueológico. Más que nada en las obras iniciadas por el entorno del Napoquemejor conocemos porla riqueza de sus restos, hemos insistido ante las compañías petroleras, lo mismo ante las lejanas autori– dades quitefias, porla conveniencia de organizar actividades tanto preven– tivas, antes de la obra, como de rescate en el transcurso de la misma. Opinábamos que podrían hacerse sinmayores perjuicios y adelantamos la idea de organizar preferentemente trabajos de campo para las facultades universitarias arqueológicas del país. Desde luego podría esperarse la afluencia de golosos apanal de tan rica miel. Las compañías pagan en dólares y algunos especialistas mostraron enseguida una irresistible fascinación por el rescate de las viejas culturas amazónicas. A base de los libritos de Porras o Cicame y de curiosas hipótesis, rigurosamente basadas en su fantasía, presentaron proyectos de extrema especialización~ Podríamos creer que hemos pasado de un abso– luto menosprecio por los restos de la aldea amazónica a creer que cualquier cagarruta, por antigua, es una hallazgo cultural. Si hemos de confiar en estos expertos, más de una india alfarera de la antigüedad fue una artista insigne; en cuanto a su marido, que debastaba la piedra en forma aproximada a una hacha, no lo tienen por menos que al mismísimo Miguel Angel. EnPompeya una arqueóloga norteamericana se llevó el gato de Maxus al agua. Con una sola olfateada sobre la loma de Pimbo, me dice: - Aquí tenemos un sitio ceremonial de mucha importancia. Y poco después, tras haber trabajado con un grupo en pequeñas muestras sobre las lomas del Indillama: - Padre, he descubierto algo fundamental, ¿sabe por qué no aparecían los indios al paso de Orellana?, estaban ahí adentro, en el Indillama. He dado con los restos de una aldea de tres o cuatro has. - Caramba -le digo estupefacto-, ¿en verdad vivía toda esa gente en un 115

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