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soltaba la lanza. Los cohuori prometieron que pagarán por la muerte a la mujer de Kemperi, dije como última cosa. ¡Nunca a esa mujer!, me gritó ahora sí a punto de traspasarme, me dijeron que se alegró cuando se enteró de su muerte. ¡Esa mujer no tendrá nada de mi hijo! Entonces podríamos darle a usted esa plata, compraría alimentos cada mes... ¿Cuántas cosas?, preguntó apoyando por primera vez la lanza en el suelo. Arroz, fideos, pilas, enlatados... todo eso podrá comprar. ¡Está bien!, tú eres amigo, no tengas miedo, no te mataré. Mi lanza picará a otros, ¡beberá la sangre de todos los que acabaron con mi hijo! ...se alejó gritando lleno de furia. Por eso Enkeri, y cuantos luchan durante una noche con el ángel, acaban sufriendo alguna lisiadura que siempre les recuerde su fragilidad y el terreno tan desconocido y peligroso en el que se aventuran. LES PROPONGO UNA PARÁBOLA Algo que no va a gustar a los adoradores del buen salvaje, esa abstracción llena de vacío y nada. ¿Con qué compararemos el resurgir de los pueblos indios? Se parece a la reconstrucción de una vasija de sus antepasados. Hundida en tierra, acaso formando parte de un ajuar funerario, ha soportado durante siglos la avidez de diversos elementos. Es barro al fin, por ello la humedad de la selva quiso integrarla en su seno, hacerla retroceder de cultura original humana a formar parte otra vez de la greda común, indiferenciada, del suelo. No obstante ha resistido a los siglos. Permeada por la lluvia, fragmentada por las raíces de árboles sucesivos, decolorándose progresi– vamente; sin embargo todavía mantiene las formas básicas que permiten su reconstrucción. No volverá a ser la misma, el tiempo nos transforma. Jamás servirá ya exactamente para lo que fue creada. Cambió su color, perdió muchos detalles. Deberá ser reconstruida con mucho cuidado, también con la ayuda de elementos extraños, nuevos, que puedan darle la consístencia 113
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