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-50- púlveda, Valencia y Villa Nova, los alemanes y flamencos Bonte, Colin de Lyz, Concelin Blanc, Hance Crest, Ruse, el italiano Cátania y el judío Saul A<;:aya. Claro que el número no es de por sí índice del valor sino del ambiente. Los plateros vieron que se podía vivir del ofi– cio en Navarra y trataron de echar aquí sus raíces. ¿Vivieron vida de arte? Entre la pregunta y la respuesta tengo que poner un po– co de silencio, el espacio suficiente para dar unos datos y ra– zonarlos. Fabricar objetos de plata, esto es evidente, no supone hacer arte en plata. Los objetos de plata son ordinariamente un lujo y llenan un fin ornamental, más o menos cumplida– m~nte, es decir, con mayor o menor lucimiento. Ahora bien: el arte es un lujo en las obras de lujo. No todos por tanto pueden aspirar a él, como no todas las aves dirigen a las nu– bes su vuelo. Plateros o posesores de plata, en su mayoría, se contentan con lo que luce, con lo mediano, con lo que da o supone .dinero sin grandes quebraderos de cabeza. Los más entendidos, sin embargo, no se detienen tan cerca, y natural es por tanto que el artífice de gusto más o menos refinado se esfuerce en complacer a un cliente también refinado, que a a su vez guste de sacar el partido posible de su dinero. Y en la lucha de esta noble competencia venceri:í el argentero cuyas obras añadan al brillo de la materia el brillo que despide una idea que plasma sabiamente la materia y la reviste de una forma artística. ¿Eran capaces de ello todos estos plateros? Creemos que no. Dueños de una técnica más o menos adelantada y domi– nando la rutina de taller, de algunos bien podemos suponer que eran esclavos de otra rutina: la de la forma consagrada. Reproducíanse con ligeras variantes el perfil en moda, el di-

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