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-8- La luz debería servir para ver, no para ofuscar. El San Pedro, por ejemplo, de esta alhaja que os presento, era natu– ral que tuviera la claridad en los ojos, no en la nariz. Culpa· es de la plata. Seca y rebelde la luz en el desgraciado metal, ofende, borra los contornos, redondea o exagera los ángulos, abulta planos, interpone y suprime distancias, acusa detalles que no busco, al tiempo que ei-camotea los que harían al caso. Si cam– bio, cambia. Retroceda o me acerque, examine el conjunto o el detalle, siempre el juego, la falta de sinceridad y el enga– fío. La verdad no es para mí la verdad, ni envuelta en tinieblas ni al reflejo de la plata. Su monotonía luminosa me dice mucho menos que la de la nieve, frío en la wperficie, acaso calor dentro. Debajo de ella veo montes y barrancos, la yerbecita humillada, el insec– to que se agazapa aterido, el pájaro encogido Pn el embozo de su plumaje, mudo y medroso sobre la percha de una rama mejor defendida que otras. Bajo un techo de nieve humea en la montafía la casita y conserva el calor a la madre que se mueve afanosa, a la abuela que junto a la 1umbre se sienta al . cuidado del tamboril, lleno de castafías, girando con lentitud y detonando en sordo. Allí el padre, en olvido del campo dor– mido bajo la fría manta de la nieve, arregla un taburete con la ayuda de un mocosillo de tres afíos que le ofrece ufa– no el martillo y elige el mohoso clavo; con el fuelle que ape– nas puede manejar, sofocada por el calor y el trabajo, sopla la lumbre su hermanita, de graciosa cabeza, sombreada de ru– bios bucles, mientras cuna la mayorcita al pequefíín, que pro– testa ruidosamente de que le tengan acostado. No es en la plata la lu~ limpia y transparente como la del agua del arroyo con su risuefía pureza, con sus contínuos cambiantes, con sus reverberos halagadores, delicia de· los

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