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386 Elizondo cias. Y la bondad substancial de la causa es implícitamente admitida, al aprobar el mismo Urbano VIII, también de forma especial, las posteriores constituciones de 1643, plasmadas en la tradición de la orden y que, en la práctica, hacen caso omiso de las promulgadas en 1638. 3. Las constituciones de 1638 aceptan no sólo todo el contenido de las anteriores de 1608, salvo pequeñas excepciones que no merecen tenerse en cuenta, sino también, la formulación gramatical de las mismas, en forma tal que las primeras son substancialmente la trans– cripción literal de las segundas. Muy poco trabajaron a este respecto los autores de las mismas: pequeños retoques, ligeros cambios de palabras, algunas supresiones, y nada más. 4. Pero los estatutos de 1638 no se quedan ahí. Proponen normas nuevas, tomadas básicamente de dos fuentes: de documentos gene– rales pontificios, aplicables, por lo tanto, a todas las religiones, y de ordenaciones de los últimos capítulos generales, celebrados en 1625, 1633 y 1637. Por ello, si bien duplican la extensión del texto de 1608, no son tan originales como a algunos pudiera parecer por la amplitud material de los mismos: recogen no pocas pormenorizaciones pro– puestas ya por los papas y los capítulos generales de la orden, in– sertándolas en el código fundamental capuchino. 5. Dentro de este panorama, no todos los apartados de las cons– tituciones sufren idéntica incorporación de párrafos nuevos. Hay algunos, como el primero, el cuarto y el undécimo, en los que prácti– camente el texto permanece invariable en ambas redacciones, con algunos cambios de escasa importancia; otros, como el segundo, el sexto y el duodécimo, en los que las adiciones de 1638 son numerosas e interesantes; otros, como el tercero, el quinto y el nono, que du– plican el texto anterior; otros, en fin, como el séptimo, el octavo y el décimo, que casi lo triplican. 6. Mención especial merece la materia penal. Fue una de las causas radicales de la oposición a las nuevas normas. Por algunos escritos coetáneos parecería como si nos encontrásemos ante un có– digo penal, en el que toda prescripción lleva anejo el correspondiente castigo. Nada más ajeno a la verdad. Existen capítulos, como el pri– mero, el cuarto, el undécimo y el duodécimo, en los que se halla sólo una pena; otros, en los que podemos contar tres (noveno), cuatro (séptimo), cinco (quinto) o seis (sexto); otros, en fin, en los que ciertamente abundan los castigos. Y éstos son el octavo, el décimo

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