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CANTANDO EN TIEMPOS OSCUROS 475 aparece, sino que se hace voluntariamente presente, con una cierta terquedad (lexema de histemi), como lo hace el Cordero, sin poner pegas por causa de la mala conducta. Además, «llamo» (krouó), in– siste con la insistencia de quien quiere ser amado, de quien demanda y mendiga amor y acogida. No solamente no condena, sino que se expone al menosprecio, a la posibilidad de que ni se le escuche, ni se le abra (como ocurre en el bello soneto de las rimas sacras de Lope de Vega «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?»). La iniciativa de la apertura y de la acogida se deja en manos de quien está en situación negativa y de conflicto: «Si alguien escucha mi voz y abre la puerta» (Ean tis akouse tes phones mou kai anoixe ten thyran). La entrada en la casa es para cenar, para una relación de disfrute, en el más puro olvido de los agravios, ya que con el agravio presente la cena es silenciosa, tensa, nada disfrutante, imposible. La relación de corazones es lo que realmente se anhela ya que es una cena en reciprocidad: «cenaré con él y él conmigo» (Deipnesó met'autou kai autos met'emou). De manera que si se acepta este planteamiento de relación amorosa es preciso apearse de cualquier herida, de cual– quier menosprecio, toda de ofensa. Esto, realmente, casa mal con el talante del vidente que apremia a una conversión moral donde el elemento afectivo parece que está totalmente ausente. Pero el teólo– go, o la lectura especular que hacemos de la videncia, insinúan otros caminos. Esos caminos conectan mucho mejor con el talante de Jesús que presenta el perfil de un Dios que, tragándose su «orgullo» de Dios, va «en busca de la perdida» sin remilgos y se alegra profun– damente cuando la encuentra (Le 15,4-7). El mismo Antiguo Tes– tamento había descubierto este incomprensible ir de Dios, como un «desgraciado», tras los pasos extraviados de la persona. De ahí el grito final del largo salmo de contemplación de la Ley: «Si yo me ex– travío como oveja perdida, ven en busca de tu siervo» (Sal 119,176). El mismo san Pablo ha dejado en paradójica reflexión de Rom 8,31- 39 la certeza de que el cristiano no habría de ser presa de ninguna intranquilidad ya que Dios, el ofendido, no acusa. Precisamente por eso puede sentarse a la mesa de quien se ha extraviado. Por ello
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