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CANTANDO EN TIEMPOS OSCUROS 453 19,7). Es cierto que, quizá, el vidente quiere unas bodas asentadas sobre la venganza. Pero las bodas son ámbito de amor, de cordiali– dad, de esperanza. «El reinado de Dios no es imposición de un po– der dictatorial sino de amor de bodas, comunión de vida, realizada por medio del Cordero» (X. PIKAZA, Apocalipsis, p. 218). Culminar la destrucción con las bodas es, ciertamente, algo extraño. ¿No po– drá sugerir el teólogo (siempre en la perspectiva de la especularidad) que la destrucción no es el objetivo de la historia y que, por lo mis– mo, no será el objetivo del Dios que ama a esa historia incluyendo en ella las limitaciones y crímenes que la achacan? De lo contrario, parece que el anhelo de destrucción debería haber terminado en un reparto de despojos, en una sed de odio satisfecha y nunca en un marco de amor y de esperanza como es cualquier boda. Además, se habla de bodas del Cordero. En la simbología de los escritos joánicos el Cordero (y más si está degollado) es síntoma de la entrega: «El Cordero quita el pecado del mundo no haciéndolo suyo para expiarlo, sino dando el Espíritu. Elimina el pecado que es muerte, dando el espíritu, que es vida» (J. MArnos, El Evangelio de Juan, p. 101). Por lo tanto, es una celebración de amor y de entrega lo que culmina el proceso. ¿Cómo conectar esto con un afán vindi– cativo y destructor? Al contrario, se está queriendo decir en forma especular que la meta de la historia es el amor y la entrega, que la fraternidad es el gran horizonte de lo humano. Quienes captan y valoran esta propuesta de amor entregado son «dichosos»: «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Makarioi hoi eis to deipnon tou gamou tou arniou keklé– menoi, Ap 19,9). Esto entronca con los anhelos del mismo Jesús que ha propuesto siempre la novedad del Reino como un banquete atí– pico, una comensalía abierta, en el que las normas que la rigen son justamente las contrarias al microcosmos de las comidas sociales. «El centro de la casa, el gran rito doméstico, es la participación de la mesa. La mesa participada y compartida es la expresión del reino de Dios, de su presencia histórica (cf. Le 1 O) y de su plenitud escatoló– gica» (p. 130). Quien entiende y vive esto, quien enmarca su vida en amor y entrega, lo más lejos posible del odio y de la venganza, en-

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