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428 FmEL A1zPuRúA DoNAZAR hago nuevo» (Idou kaina poü5 panta, Ap 21,5). Pero en esa novedad soñada no puede entrar ningún tipo de corrupción moral, de la que el autor está harto. Todo ha de ser nuevo y, por tanto, los marcados por la inmoralidad han de quedar excluidos: «Los cobardes, infieles, nefandos, asesinos, lujuriosos, hechiceros e idólatras y a todos los embusteros les tocará en suerte el lago de azufre ardiendo, que es la segunda muerte» (Tois de deilois kai apistois kai ebdelygmenois kai phoneusin kai pornois kai pharmakois kai eidólolatrais kai pasin tois pseudesin to meros auton en te limne te kaiomene pyri kai theio, ho estin ho thanatos ho deuteros, Ap 21,8). Si ha de ser nueva la ciudad, ha de ser también pura. Pero el teólogo hecha la mirada a la ciudad y la ve sin templo: «Templo no vi ninguno, su templo es el Señor Dios, soberano de todo y el Cordero» (Kai naon ouk eidon en auté, Ap 21,22). Es increíble lo que eso supone de ruptura con el mecanismo religioso: ¡la ciudad nueva es una ciudad sin templo! Es el Cordero, símbolo de la total entrega, quien alumbra a la ciu– dad. Es la entrega al otro lo que constituye a la persona en sujeto moral. Por eso, todas las inevitables lacras morales que acompañan la vida de los individuos quedan relativizadas. Al desvincularse de la necesidad religiosa, muchas cuestiones morales quedan en el aire porque es la religión la que, con frecuencia, carga de culpabilidad las debilidades morales. Pero la tensión continúa: en una ciudad nueva, de «puertas abiertas» a perpetuidad, «sus puertas no se cerrarán de día, pues allí no habrá noche» (Kai hoi pylónes autés ou mé kleisthósin hémeras, nyx gar ouk estai ekei, Ap 24,25) siguen sin tener sitio los marcados por la culpa moral o social: «nunca entrará en ella nada impuro, ni idólatras, ni impostores, solo entrarán en el registro de los vivos que tiene el Cordero» (Kai ou mé eiselthé eis auten pan koinon kai poión bdelygma kai pseudos, ei mé hoi gegrammenoi en tó biblia tes zóés tou arniou, Ap 21,27). Es la resistencia a entender la novedad incluyen– do la debilidad moral y social. El autor, ceñido a la espiritualidad bíblica, no puede concebir la santidad, la total novedad, en mezcla con la debilidad. Pero el teólogo termina diciendo, con conciencia clara o no tanto, lo último del planteamiento: «No habrá ya mal-

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