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LA ESPERA PRÓXIMA (2 Pe) 421 gar a dar con el sentido, incluso con una cierta plenitud 38 • Si no se supera la negativización que se deduce de la dureza de la experiencia histórica, el tiempo aparece como una auténtica prisión de la que es preciso escapar. La revalorización del tiempo es imprescindible para una percepción positiva del hecho humano. Puede parecer algo irrelevante, pero de esto depende la mirada real que se tiene sobre la existencia. 2) Trabajar el sentido: La crisis de sentido amenaza siempre el camino humano y parece continuar vigente en el hoy de la persona. Parece que la única manera de arrostrar la aporía del sentido es activar la confianza. «La confianza y la falta de ella nos hablan de la manera como encaramos el futuro en fun– ción de los peligros que éste puede deparar. Definen, por tan– to, nuestro modo particular de relacionarnos con. el mundo y con el futuro. Desde la confianza o la desconfianza nos si– tuamos en el mundo de una manera diferente: en un mundo más abierto y desprotegido, o en uno más hostil y amenazan– te. La confianza es un gran disolvente del temor e implica una apuesta, pues nada garantiza la seguridad, nada elimina las contingencias. Podemos apostar a una u otra y obtendremos resultados distintos» 39 • Desde la confianza activada, el sentido brota pujante y útil para el caminar humano. 3) Asumir el desafio de la culpa: Porque si no se mira de frente a esa realidad, se corre el riesgo de deslizarse por la pendiente de una culpa atenazante para la persona. Es preciso tener en cuenta que la culpa nos predetermina, está antes que noso– tros40. Es preciso insistir en esto superando el pudor que nos 38 Es la «capacidad» que el Evangelio de Juan cree que Dios ha sembrado en la persona: Jn 1,12. 39 R. EVIA, Frente a la crisis de sentido, una pedagogía de la confianza: PRE– LAC, Santiago de Chile 1999. 40 «Todo se inició en donde nadie se acuerda. La culpa, en efecto, constituye una de las experiencias humanas más antiguas, arcaicas y primitivas de cuantas nos pueden acompañar. Surge en nosotros como una hija de la ambivalencia a– fectiva; es decir, como un fruto del binomio amor y odio, que preside nuestra
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