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468 Lázaro de Aspurz de Ayamonte y después en Ceuta trabajando duramente para ayu– dar a una familia probada por la enfermedad y reducida a la indi– gencia; el primer efecto de su aparatosa conversión en Granada es fingirse loco hasta hacerse recluir en el manicomio, con el fin de sentir en sí la suerte de los infelices privados de razón. En san Ca– milo de Lellis, pasando de enfermo a enfermero en el hospital de Santiago de Roma. En san Vicente de Paúl, saliendo vencedor de su crisis de fe cuando decide consagrar su vida al servicio del próji– mo. En san Ignacio de Loyola, ya en pleno proceso de transforma– ción, cambiando sus vestidos con los de un pobre en Montserrat y alternando, en Manresa, sus jornadas de contemplación luminosa con el servicio en los hospitales; este « ejercicio » lo consideraría esencial en los primeros años de la Compañía y dejaría prescrito el « mes de hospitales >> durante el noviciado, como complemento necesario del mes de ejercicios espirituales; los novicios habrían de convivir plenamente con los enfermos mientras duraba esta prueba decisiva de una verdadera conversión (41). En el trance de renovación en que hoy nos hallamos empeñados no estará de más tener en cuenta esta verdad. Muchas crisis de fe se iluminarían, muchas existencias angustiadas hallarían el sentido de su misión, muchas conductas cambiarían, con sólo escoger el mismo camino. Y muchos institutos religiosos darían sin más con el secreto de la vuelta a su propio carisma en la Iglesia. Hay unos versos anónimos ingleses que lo dicen muy exacta- mente: Busqué a mi alma, pero no la podía ver. Busqué a mi Dios, pero mi Dios se me iba. Busqué a mi hermano ... , y encontré a los tres. (41) Monumenta Hist. Soc. Iesu, Ignatiana II, Romae 1936, p. 55, 61.
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