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HECHOS DE LOS APÓSTOLES 60 medio del Areópago, dijo: Atenienses, veo que sois en todo los más religiosos *. 23 En efecto, recorriendo vuestra ciudad y contemplando vuestros monumentos encontré un altar con esta inscripción: Al dios desconocido. Pues bien, eso que vosotros anunciáis sin conocerlo os anuncio yo. 24 El Dios que hizo el mundo y cuanto hay en él, que siendo Señor del cielo y de la tierra no habita en templos fabricados por la mano del hombre, 25 rti es servido por manos humanas como si necesitase de algo; él da a to– dos la vida, el aliento y todas las cosas. 26 Hizo nacer de un solo hombre a todo el linaje humano para que habitase toda la superficie de la tierra, fijando las épocas y los lí– mites de su morada; 27 para que busquen a Dios y, siquie– ra a tientas, lo hallen, pues no está lejos de cada uno de nosotros. 2 s Porque en él vivimos, nos movemos y existi– mos, como también lo dijeron algunos de vuestros poetas : Porque somos también linaje de él. 29 Por tanto, siendo nosotros linaje de Dios, no debemos pensar que la divi– nidad es semejante al oro, a la plata o a la piedra, obras del arte y del ingenio humanos. 30 Pues bien, Dios, pasan– do por alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los hombres de cualquier lugar, que se arrepientan, 31 por– que ha fijado un día para juzgar al mundo con estricta justicia por medio de un hombre a quien ha destinado para ese fin; y, como prueba de ello, lo ha resucitado de entre los muertos. 32 Cuando oyeron hablar de la resurrec– ción de los muertos, algunos se echaron a reir, otros di– jeron; Sobre este asunto te oiremos en otra ocasión. 33 Así Pablo se retiró de entre ellos. 34 Algunos, no obstante, se unieron a él y abrazaron la fe; entre éstos Dionisio el Areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más. bio, a poetas griegos, invoca las perfecciones de Dios reflejadas en el universo y que pueden ser conocidas por la razón, para terminar pre– sentando a Jesús resucitado como salvador y juez de vivos y muertos. 32 La resurrección de los muertos no cabía en la cabeza de los fi– lósofos griegos. Por eso, unos se mofan de Pablo, y otros, con fina cortesía, aplazan el coloquio para otra ocasión. Pablo fracasa estrepi– tosamente y comprende que el evangelio solo puede llegar a los es– píritµs humildes, desprovistos de su orgullo y autosuficiencia.
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