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-20- ral, cuya primera orden era escuchar la palabra revela– da en virtud del mismo mandato que la había hecho llegar hasta ellos: «id, ensefiad, bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espiritu Santo.» Es la voz de San Bertolomé que habla en la India, la de Santiago que predica en Espafia, la de San Pedro que evangeliza en Roma, la poderosa voz de Pablo de Tarso que argu– ye con la palabra evangélica en el Areópago de Atenas y merece que le llamen sembrador de palabras, califi– cándolo· con una frase que mejor que ninguna otra sig– nificaba el oficio de Apóstol, sembrador... sembrador de palabras que llevan el germen vital depositado por labios divinos y que no admite discusión, sino que re– clama la adhesión del alma entera de quien la oye. Y de tal manera el mandato del Maestro ha vigo– rizado las almas de sus apóstoles, que se dejarán matar antes de ser infieles a su misión, convencidos de que su sangre hablará con más elocuencia y dará testimonio rubricado de lo que ellos han oido y han visto y no pue– den ocultar. Así se convirtió el mundo a Jesucristo, y así se verifica la propagación del Evangelio en todos los tiempos. Los Anales de la Propagación de la Fe y los variadísimos episodios misionales, que diariamente en todas las lenguas y en todos los paises publican las Or– denes religiosas misioneras y que· forman ya ingentes volúmenes, no son sino continuación del primer libro mi– sional que se llama «Los Actos de los Apóstoles» y su apéndice imprescindible desde el principio «Las Actas de los Mártires». Los misioneros de hoy siguen la mis– ma voz del Maestro por las rutas abiertas con sacrifi– cios y con fuego de amor divino, y van descubriendo

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