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176 MANUEL GONZALEZ GARCIA depende de un fin existencial. Cuando llegue ese fin de cada existente, se tendrá la experiencia de pasar de un proceso, que es común para todos los existentes, a un estado, que también es común para ellos. La vida y la comunidad no sólo se dan antes de la muerte individual, sino también después de ella, ya que la vida (la «otra vida») y la comu– nidad quedan en estado de espera del juicio final, fin del estado común después de la muerte individual. Persiste, por ello, hasta la «consumación de los siglos» la solidaridad humana, aunque con distinta cualificación: pri– mero, como proceso; luego, como estado 593_ El fin propuesto por el cristianismo presenta estos caracteres: 1) Es trascendente y presupone la inmortalidad 59 4. 2) Es inalterable: «Es el mismo para todos y para siempre, y no puede afectarlo la causalidad eficiente de la acción humana, ni los fines particu– lares y transitorios que ésta se proponga, ni las modalidades externas de la existenica» 595. 3) Da sentido a la comunidad humana 5 96 • Esta idea del fin es complementada por el cnstranismo con otro con– cepto importante: el de filiación o procedencia. Por él, los hombres todos, además de su condición de creaturas que los relaciona con el creador, están religados entre sí como hermanos: «La humanidad es una hermandad en conjunto, una familia única que se perpetúa y se diversifica. Esto significa que cada hombre posee la condición de hermano por naturaleza: la hermandad no es un contrato social. Quiere decirse que la hermandad no es adventicia o contin– gente; no depende de las circunstancias, ni de las modalidades de relación entre individuos, sino que es inherente, congénita, invariable, o sea ontológica» 597. 593 Precisamente, segÚn E. Nícol, al permanecer la comunidad más allá de la muerte individual, queda destruida la «soledad» de la muerte. E igualmente, por este concepto de comunidad humana, cobraría nuevo sentido y fuerza el ascetismo cristiano, no sólo como exigencia personal, sino en cuanto constitu– yente de la comunidad en su dimensión de relación intersubjetiva. Igual sucedería con el amor al prójimo, sin distinciones de orden político, jurídico, nacional, etc., porque tal amor se basá en una condición ontológica (cf. PC 210-13, 217, 222). Teniendo presente el fin común, no es extraño que E. Nícol critique, desde los supuestos cristianos, algunas ideas de Heidegger, para el cual, el fin, por irreducti– blemente ¡personal, es solitario (cf. PC 207). De modo parecido, se debe criticar la coexistencia, que, si para el cristianismo es interdependencia o solidaridad, en Heidegger y Sartre es comprobación de un mundo simplemente compartido (cf. PC 209). 594 Al hablar de la trascendencia, E. Nícol señala algunas diferencias entre el cristianismo y otras doctrinas. Por ejemplo, Platón también habla de la inmortalidad, la finalidad trascendente, pero no integra (como el cristianismo) existencia e inmortalidad, ni a todos los existentes en una trama solidaria y universal. Marx se queda en una finalidad inmanente. Heidegger acepta una finalidad. Pero, tanto en él mismo como en Sartre, no hay redención de la existencia sino pesimismo, al no existir la compen– sación de una finalidad que trascienda la muerte individual (cf. PC 203, 207-11, 214). 595 PS 213. 596 Cf. PC 207, 213, 221. 597 PC 214.
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