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MIRANDA DE IRAURGUI Es un hecho suficientemente probado la eficacia con que los Re- yes Católicos emprendieron su política pacificadora; pero no es un episodio innovador y característico de su reinado el es– fuerzo por garantizar esa paz y convivencia entre los pueblos de la Montaña. Aún en la misma época turbulenta de Juan II y de Enrique IV habían intervenido reiteradamente los monar– cas sea por sus merinos y corregidores, sea por medio de las Hermandades, sea con su misma persona. Lo que tal vez pueda extrañar a m.ás de un lector es que, en situación tan comprome– tida como la guerra viva de Granada, hallaran oportunidad Isabel y Fernando para atender la demanda apremiante de un pueblo, como Miranda de Iraurgui Azcoitia, perdido al otro extremo de un meridiano peninsular. Porque, a tenor de la cultura común, no irrumpe en la historia hispana la villa de Azcoitia hasta aquel triunvirato fundador de la más preclara organización cul– tural de la Ilustración española: la Sociedad Vascongada de Amigos del País, promovida por tres azcoitianos a los que bur– lonamente definió el P. Isla como caballeritos y a los que inge– nuamente zahirió M. y Pelayo como heterodoxos a la francesa 1 . Pero Azcoitia había merecido la atención de los reyes cas– tellanos por lo menos a lo largo de la que se ha dado en llam,ar 1 URQUIJo E !BARRA, Julio de: Menéndez y Pelayo y los Caballeritos de Azcoitia. San Sebastián, 1925; 152: páginas.
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