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El 31 de marzo de 1621 expiraba el Rey pacífico, indolente y pia– doso, Felipe III, "cuyas raras e incomparables virtudes de piedad, jus– ticia, continencia, mansedumbre, firme y verdadera religión" elogia– ron a porfía los cronistas Almansa, Céspedes, Novoa. No habían sido parte a curarle su fiebre, su melancolía y sus "fleumos" o tumores, las fuertes sangrías que le practicaron durante su dolencia. España acababa de vivir una larga era de paz, mas no de paz octa– viana, ni siquiera austríaca, aun cuando el águila imperial campease sobre un pedestal de gloria, sino aquella que, por su inconsciencia ante el peligro, pudiera anticipadamente llamarse versallesca; porque aquel pedestal estaba socavado por la miseria económica y por la in– disciplina militar y forera; y sobre aquella águila fulguraban los pri– meros rayos de un enemigo codicioso, que comenzaba a remontar la órbita de su ,grandeza. El nuevo Rey, Felipe IV, que apenas frisaba en los dieciséis años, fué acogido con universal entusiasmo, no sólo por los publicistas, como Almansa y Mendoza, sino por los procuradores de Castilla, qllii cifraban las mayores esperanzas en su juventud, promesa de largaB: experiencias (1). Los sesudos y suspicaces embajadores de Barcelona en la Corte escribieron, en carta de 3 de abril, a los conseHeres y Con– sejo de Ciento: "El hijo entra gallardo en el gobierno; porque, el mismo día de la muerte de su padre, privó de sus oficios a dos doc- (1) Danvila y Colla.do: Historia deZ poder civil en JJJspaiía; vol.. VI, Cortes de Burgos y Castilla, afio 1621.
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