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548 JIR, l(. ZliDAIRJ,:, O, J'. M.. CM'. Cuando se investiga sobre la biografía de santos canonizados por la Igle– sia según las. normas, puede procederse con la misma holgura que si se tra– tara de cualquier otro personaje contemporáneo, v. gr., respecto de San Francisco o de San Bernardo, como acerca de Federico II o de San Fer– nando. Caso más arduo es cuando de ellos apenas quedan sino testimonios absurdos, contradictorios o tardíos. Apelar entonces a la "tradición", fun– dnda en la credulidad ingenua, y a su inserción en los libros litúrgicos, que adolecían de ingenuidad semejante, es cohonestar la pereza mental, que se niega a toda investigación seria. Que una cosa pudiera haber sido no signi– fica que de hecho lo fué. Todél novela realista pudo haber acontecido, es verosímil. Pero de que sean legendarios los relatos no debe inferirse, con sentido hipercrítico, que ni los propios santos han existido. Ni la aceptación cíega del santoral en bloque, aunque haya nombres, por muy tradicionales, no menos fabulosos, ni la repulsa, por el hecho de que la fábula y el mito se hayan interpuesto, son criterios objetivos. El santo, a su historicidad de hombre, acumula un testimonio singular: el culto público con que la Iglesia proclama su santidad y que, en los primeros tiempos, solía contraerse al día aniversario de su muerte, en el lugar de su enterramiento. ¿ Cómo se podrá llegar a establecer la existencia de ese culto, en épocas remotas? EI P. Delahaye, experto como ninguno en estos lances, ha ideado, tomándolo de geómetras y geógrafos, las "coordenadas hagiográficas", que sirven, corno aquéllas, para fijar la posición de un punto: el culto público en un determi– nado lugar. Y esas coordenadas son la celebración del aniversario. no por el eterno descanso del alma, sino en honor del muerto, y en eI lugar determi– nado en que se celebró su fiesta, porque allí reposaban sus restos; hecho que, hasta San Gregario Taumaturgo U a. 270), sólo se daba en el caso de los mártires. Ambas referencias se comprueban por los calendarios locales. De ellos son las famosas "Depositiones" romanas, las más valiosas por su so– briedad histórica; a imitación de éstas, los catálogos locales. Pero con harta frecuencia sólo se conoce una de las coordenadas, o ninguna o ambas son in– definidas. Éntonces se muestra la agudeza y habilidad del hagiógrafo para determinarlas, mediante las fuentes de información, enturbiadas muchas ve– ces con interpolaciones y adiciones legendarias. De estas fuentes que pueden contener datos capitales, son fundamentales las inscripciones (descuellan entre todas, aunque sólo parcialmente se conocen, las del Papa San Dámaso y las españolas, transcritas por D. José Vives); los sacramentarios (para de– terminar el día de la muerte y del santo); los itinerarios (para el lugar de· su tumba); las mismas pasiones y vidas de santos, amén de los diversos mar– tirologios. El Dr. Aigrain va analizando con agudo sentido crítico el valor de cada una de estas fuentes documentales y precisando con mucho acierto el mé– todo que se ha de seguir en la lectura e interpretación de las actas, vidas y leyendas, incorporadas o no a la liturgia y al arte. Su obra se cierra con una espléndida visión panorámica de la "Historia de la Hagiografía".

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