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l-'ll. ¡e;. ZUDAIR,-:, O. 1-'. M. CAP. en su narración como un poeta en sus poemas, aunque en uno y en otro haya un fondo de verdad. Pero jqué esfuerzos ha costado, no a un hombre solo ni sólo a una generación de especialistas, dar con esa "libertas dicendi", con el carácter puramente fantástico de esas historias compuestas por el hagiógrafo, para satisfacer la curiosidad y la devoción de los fieles! El escritor de vidas de santos suele manejar sus personajes con la misma libertad que un novelista. No importa que Decio reinara sólo tres años, para que en el cuarto se date la leyenda de San Cristóbal, ni que Maxi– miano fuera un rudo soldado ilirio, asociado por Diocleciano al trono, para que el narrador nos le presente como hijo y sucesor de dicho emperador y como pretendiente fracasado de Santa Susana. Y es tal el afán de hacer intervenir en cada martirio a todo emperador, que no parece que éste ni sus magistrados tuvieran en qué entender, sino en ensañarse contra un obis– po o contra una doncella cristiana. Magistrados hay con cargos desconoci– dos en la administración romana; y otros, como Riciovaro y Daciano. que son los jueces brutales de varios ciclos de Pasiones. Y como hay jueces, hay verdugos y hay enterradores cíclicos (la matrona Lucina viene sepultando cuerpos de mártires desde el siglo I al siglo IV de J.C. Rasgo común de estas pasiones épicas, que las enfrenta con las autén– ticas, son los diálogos interminables, las discusiones violentas, en que a ve– ces se llega a la injuria personal entre víctimas y fiscales. (El hagiógrafo suele recurrir a un supuesto testigo ocular, como en las Actas del martirio de San Andrés, enteramente apócrifas, pese a la belleza de ciertos detalles, como los ditirambos que el santo dirige a la Cruz. Son, en cambio, de auten– ticidad innegable las de San Policarpo, las de los mártires de Lyon, etc.). No menos pródigos que en diálogm, son estos relatos en invenciones de suplicios, nunca bastante 1·efinados, contra la constancia del mártir. Y con ser tales, no se nos antoja lo más extraño la multiplicidad de torturas, sino la monótona regularidad con que se aplican todos ellos a los mártires, como si lo extraordinario fuera la norma y como si ninguna de ellas pudiera ser bastante a arrancarle la vida: cuando ni el fuego, ni el agua, ni las fieras, ni los garfios, ni las cuchillas log:.an acabar con el mártir, queda siempre una ultima ratio, a la cual nadie resiste: la espada o el hacha. Un solo caso hay en que el fabulista desborda todas las barreras, en que la propia espada salta a pedazos: el martirio de San Tirso. Y uno que es prototipo de acu– mulación de suplicios y de portentos: el de Santa Cristina de Tiro. Otro hontanar de leyendas, todavía más abundoso, fueron las vidas de los santos no mártíres, singularmente las de los ascetas y padres del yermo, hontanar asimismo de poesía: vidas noveladas, escritas por San Jerónimo, la Historia Lausiaca, las Coiaciones de Casiano y la Vida de San Martín de Tours. No todos tuvieron biógrafos tan escrupulosos como ciertos obis– pos de Oriente y de Occidente o como los fundadores San Antonio Abad, San Benito de Nursia y San Francisco de Asís. Paralela a aquella literatu– ra edificante fluye otra taumatúrgica, verdaderas colecciones de milagros, en que la fertilidad imaginativa de los escritores florece tupida y selvática. Los que fueron médicos, como San Cosme y San Damián, ni aun después

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