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284 L. IRIARTE ejemplo de su santísima madre (había sido canonizada cuatro años antes). Escribió para todas las clarisas el tratado místico De perfectione vitae ad sorores, donde presenta a la Santa como modelo de las virtudes evangélicas. Predicó varios de sus sermones en iglesias de la orden femenina, si bien entre los panegíricos no se conserva uno sólo de santa Clara, mientras hallamos seis de san Francisco y uno de san Antonio. En la Leyenda mayor, destinada a restablecer la concordia inter– na mediante una interpretación común de la vida y de las enseñanzas del fundador, el santo general e;s muy parco en mencionar a Clara. Da en pocas líneas la noticia de la fundación de las damas pobres; designa a la Santa «la primera plantita de éstas... hija en Cristo del pobrecillo padre san Francisco y madre de las señoras pobres» (LM 4,6). Es el único biógrafo que narra ampliamente la consulta hecha por Francisco a Silvestre y Clara para conocer si debía darse o no exclu– sivamente a la contemplación reposada (LM 12,2). En relación con la actitud oficial de la primera Orden para con santa Clara y las clarisas hay un hecho que reviste importancia particular: la resistencia a aceptar su culto litúrgico o, al menos, a cualificarlo. Además del motivo expuesto, parece que influyó el recelo de que, dando importancia a la Santa, podría desplazar a Francisco como fundador de las damas pobres, especialmente después de que Urbano IV declaró oficial la denominación de Orden de santa Clara. En efecto, en las fuentes de la primera Orden, como lo hemos visto, hay una insistencia reiterada en presentar al Santo como único y verdadero fundador del monasterio de San Damián y, virtualmente, de los demás monasterios de la rama femenina; mientras que Clara es designada con los apelativos de «primera piedra», «primera plan– ta», «madre» ... Por lo demás, es el puesto que ella misma se asignaba. Contrasta, en cierto modo, el empeño de la Sede apostólica por exaltar la figura de Clara con la rémora de los responsables de la Orden en promover su culto. Es ya significativo el episodio ocurrido en las exequias la mañana siguiente a la muerte de la Santa. Quiso presidir el rito Inocencio IV en persona, rodeado de los cardenales; cuando los religiosos comenzaron el Oficio de difuntos, el papa dio orden de que, en lugar de éste, se cantara el Oficio de vírgenes, «como si quisiera canonizarla antes de que su cuerpo fuera entregado a la sepultura». Desistió al hacerle ver el cardenal protector Rainaldo que, «en un asunto como éste, había que ir despacio» (LCl 47).

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