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198 LÁZARO DE ASPURZ recieron cinco agentes luteranos y seis te6logos en representación de algunos príncipes, pero no se llegó a reunión alguna con los elemen– tos del concilio; en la tercera etapa ni comparecieron ni se les echó en falta, no obstante las formalidades de una convocatoria solemne y del correspondiente salvoconducto. Pero si faltó la presencia física del hereje, éste se impuso como la realidad máxima en los objetivos de las decisiones dogmáticas. Los Padres de '!'rento habían descar– tado desde un principio el diálogo con los que consideraban previa– mente enemigos de la fe ortodoxa y contumaces ; no se trataba de las personas sino de la doctrina, y ésta no había de recibir luz alguna del error. Frente a las negaciones de Lutero se alzaría el gran edificio positivo de las decisiones tridentinas en materia de fe, y éstas que– darían broqueladas definitivamente con los respectivos anatemas. Pero sería ingenuo pensar que fueron las definiciones dogmáticas de Trento las que abrieron la zanja irreparable entre las concepciones religiosas de Europa. En realidad había existido el diálogo en gran escala en ·Alemania, unas veces en forma de discusión dirigida a convencer al adversario, como en las disputas de Leipzig y de Zurich (1519) y en la dieta de Worms (1521), otras en forma conciliatoria, buscando bases doctrinales comunes, como en la dieta de Augsburgo (1530), en los coloquios de Worms (1540) y de Ratisbona (1541) pro– movidos por el canciller imperial Granvela y alentados por el nuncio pontificio Contarini. Sin embargo, sólo se había logrado poner más al descubierto las discrepancias fundamentales y acusar, entre los mismos protestantes, las divergencias que acabarían por deslindar campos ideológicos tan irreducibles como los fijados por la Confesi6n de Augsburgo (1530), la Confesión de Zwinglio (1530), la Confesión Helvética, el Bill anglicano de los 39 artículos (1562). Mucho antes, por consiguiente, de que se promulgaran los decretos dogmáticos de Trento estaban fijadas definitivamente las posiciones doctrinales que integrarían la fisonomía religiosa de Europa, con la diferencia de que, mientras el catolicismo se mantendría inconmovible sobre los poderosos sillares de Trento, las distintas «confesiones» avanzarían hacia una desintegración progresiva, que alcanzaría su máxima pro– lificación en el trasplante al Nuevo Mundo. Entre tanto el Oriente bizantino-eslavo, separado de Roma, seguía fiel a su vieja fe de los primeros concilios, aunque no sin acusar de algún modo la sacudida reformista.

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