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Dios el bien, fuente de todo bien 95 los retazos de tiempo sin perder uno solo» (2 Cel 97, 159). Detestaba la ociosidad y no podía tolerar ociosos en la fraternidad (2 Cel 159-162). Y no descartaba entre los dones preciosos otorgados por el dador de todo bien los consuelos del arte y, por lo tanto, de los instrumentos músicos. Es cierto que los hombres - razonaba - les dan muchas veces un destino indebido, pero eso no cambia la fina– lidad del Creador (LP 24). Ese mismo saber situarse, en cada coyuntura de la vida, con ánimo ecuánime y maduro, sin zozobras ni ansiedades, es también un don precioso: « En tie::npo de manifiesta necesidad, echen mano todos los hermanos de cuanto necesitan, en la forma que el Señor les dé su gracia» (RnB 9,16). Es un don que habitúa a cada hermano a dejarse guiar por el espíritu y no por el observantismo literal, por ejemplo en la guarda del silencio (RnB 11,1). Con mayor razón Francisco daba el nombre de gracia de Dios a todo lo que derivaba de la gracia fundamental de la vocación propia y de cada uno de los hermanos; y con la vocación, la perseverancia. Recibía a cada hermano como un don del Señor (Tes 14; 1 Cel 24; LP 86,107). La fraternidad se constituye, así, con el don recíproco de los hermanos y con la fidelidad de cada uno de ellos al don recibido. Incluso la fidelidad a los compromisos más importantes es don y gracia de Dios. « Entre las otras gracias que me ha dispensado el Altísimo, una es ésta: obedecería al novicio entrado hoy mismo en la orden, si me lo pusieran de guardián, lo mismo que al primero y más antiguo de los hermanos» (LP 106). Entre los hermanos hay quienes han recibido de manera especial la gracia de la predicación, otros más bien la graci'a de la oración; entre éstos se consireba Francisco mismo (RnB 17,5; LM 12,1; Flor 12). Y no excluía la gracia del estudio de la teología, si bien no ocultaba su preocupación acerca del desapropio interior de los hombres de letras, como ya he dicho (Test. 13; 9 C; 2 Cel 163). La correspondencia a la gracia de la oración abre el espíritu progresivamente a gracias y comunicaciones cada vez más estimables; son esos secretos de Dios que el que los recibe no debe exhibir lige– ramente, en busca de admiración humana (Adm 21 y 28), sino que, como todos los demás dones, y con mayor razón, debe atribuir y

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