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FISONOMÍA ESPIRITUAL ni; LOS éAPUClüNOS 293 edificarse con el mutuo ejemplo, incluso haciendo violencia a las propias pasiones y viciosas inclinaciones ... » (n. 139). Las Constituciones de 1608 decían, por el contrario, «al menos doce hermanos» (n. 93). E,l párrafo que mejor revela, quizá, la genuidad del espíritu de san Francisco en las mutuas relaciones entre los hermanos y, sobre todo, en las intervenciones de los superiores, es el de las Constituciones de 1536 que determinan, prolijamente, la caridad con que debe ser tratado el hermano culpable, como queda dicho arriba. Como sucede siempre, también la reforma capuchina iría evolucionan– do desde la experiencia recobrada de la intimidad fraterna, llena de cor– dialidad y de sentido de fe, al ritmo uniforme e impersonal de la comu– nidad conventual, con sus observancias, sus tradiciones intangibles, su cultivo de formas ceremoniales, su pedagogía doméstica centrada en la regularidad. Cuando llegaron a España los primeros capuchinos, la Orden se hallaba en el equilibrio fecundo entre esas dos tendencias, pero poco a poco se iría avanzando hacia el observantismo inerte, llegando al punto culminante en la segunda mitad del siglo XVIII. Como herencia de la cul– tura barroca, quedaría una maraña sofocante de títulos, exenciones, pre– cedencias, privilegios, actitudes y usos sin contenido. V. VITALIDAD APOSTÓLICA Tras un primer estadio de concentración eremítica, que no es precisa– mente anacorética, ya que con el cultivo de la soledad va unida la intimi– dad fraterna, suele seguir en las reformas franciscanas una incontenible expansión evangelizadora. En los capuchinos, este segundo tiempo no se hizo esperar, tal vez vino demasiado pronto para algunos que hubieran necesitado más tiempo de cenáculo recoleto. La caída de Bernardino Ochino, predicador de primera línea, se debió, según el sentir de los que le conocieron, a la falta en él de una prolongada experiencia de oración (Bernardino de Colpetrazzo). Ya el capítulo de 1535, bajo Bernardino de Asti, lanzó a la nueva re– forma a la predicación en gran escala. El capítulo nueve de las Constitu– ciones ofrecen la descripción ideal del anunciador del Evangelio: hombre de profunda experiencia del trato con Dios, enamorado de Cristo, contem– plador de la Palabra de Dios, lleno de celo por la salvación de las almas, ejemplar en toda su vida, ardoroso, pero prudente en lo que dice, dando gratuitamente lo que gratuitamente ha recibido, duro con los vicios, pero suave con el pecador, cuidadoso de poseer la necesaria cultura teológica, en especial de la sagrada Escritura. Esta fue la razón única de que, no obstante el recelo expresado en el capítulo de Albacina contra la ciencia, en 1535 se determinara establecer

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