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290 L. ÍRIARTE «Parecía que semejante austeridad tuviera visos de desesperación» (Matías de Saló). Una vida así tenía, además, en el concepto de Bernardino de Asti, la ventaja de asegurar una buena selección vocacional, ya que sólo los candidatos muy decididos, robustos de cuerpo y de espíritu, so– portaban aquel género de ascetismo, completado con constantes disci– plinas y otras maceraciones: «la austeridad de la vida hace buenos novi– ciados» (Bernardino de Colpetrazzo). Intuían, además, que aquella sociedad del prebarroco, ávida de fuertes contrastes y de gestos patéticos, era fuertemente atraída por los valores de forma; por ello cultivaron cuidadosamente el porte externo austero, mortificado, recogido. Y se hizo clásica la figura del fraile toscamente ves– tido, remendado, descalzo, cabeza afeitada y barba hirsuta, muy a tono ésta con la moda de la época; las Constituciones la justificaban como «cosa viril y natural, rígida, despreciable y austera» (n. 29). Esta figura del capuchino era acogida con simpatía, no sólo por el pueblo sencillo, sino quizá todavía más por la buena sociedad, algo así como un bello motivo decorativo entre los cortinajes, alfombras, tapices, sedas y refinamientos de los salones. Pero era también una predicación muda de gran afecto sea en el púlpito sea en las calles o en los palacios, como escribió san Francisco de Sales. e) Pobreza-fraternización con los pobres La pobreza evangélica no es una opción filosófica o ascética, sino una realidad trágica en los que son víctima de ella. San Francisco, en su itine– rario penitencial, descubrió primero al pobre, como un hermano, después descubrió al Cristo pobre y paciente. Para él la pobreza es una existencia pobre, la de todo hombre que padece penuria, marginación u opresión; pero, sobre todo, es la existencia del Hijo de Dios, «hecho pobre por nos– otros en este mundo» (2 R 6,1), el cual afirma que lo hallaremos siempre que vayamos al encuentro de todo hermano que tiene necesidad de nos– otros. También en el origen de la reforma capuchina nos encontramos con el mismo itinerario. Mateo de Bascio, en 1525, se sintió llamado a renovar la pobreza franciscana después de haber ejercido la caridad con un desgra– ciado. Él y los primeros iniciadores de la reforma se acreditaron ante la población en la asistencia denodada a los apestados. Pedían hospitalidad gustosamente en los hospitales y se entregaban a los servicios más hu– mildes en los mismos. Y una vez más damos con la nota del heroísmo institucionalizado, más de admirar que en los casos ya indicados, en cuanto que supone en los her– manos una disponibilidad habitual para la inmolación en aras de la caridad. El capítulo sexto de las Constituciones de 1536, sobre la pobreza, y precisamente como exigencia de la común hermandad con los pobres

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