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UN HOMBRE LIBRE: S. FRANCISCO DE ASIS 261 «Destituido de toda entraña de misericordia, túvole encerrado por muchos días en obscuro calabozo, y en espera de hacer variar su resolución, tentóle primero con palabras y después le maltrató con azotes y cadenas. De tantas pruebas y aflicciones sacaba Francisco su espíritu más vigo– roso y resuelto» 23 • Al faltar por algún tiempo su padre, su madre le abrió la puerta y le dejó libre. Francisco se refugió de nuevo en san Damián. Es preciso profundizar en estos conflictos entre padre e hijo. Sin duda, que hay algo más íntimo en ambos, que lo que nos expresan super– ficialmente los datos de los biógrafos. Pedro Bernardone representaba para Francisco aquella sociedad de la que quería liberarse totalmente y por eso necesariamente tenía que desobedecer y huir. Por el contrario, Francisco era para el padre el descendiente que podía hacer prolongar en el futuro no sólo el negocio sino también el pre,stigio alcanzado por el trabajo de tantos años recorriendo los caminos de Europa. Eran dos modos de ver las cosas diametralmente opuestos. En la lucha entablada entre ambos, Francisco saldría por los fueros de su libertad. Así suce– dieron los hechos. Pedro Bernardone acude a los cónsules del Comune de Asís para que por la fuerza traigan preso a su hijo. Estos se lo hacen saber a Fran– cisco con la fórmula usual: «Francisco, hijo de Pedro Bernardone, sepan todos que por orden de los cónsules eres declarado culpable y citado a juicio». Francisco rechazó la propuesta con estas palabras: «Por la gracia de Dios he llegado a ser un hombre libre y siervo del Altísimo y no estoy más obligado a obedecer a los cónsules». Su padre no desiste y cita a Francisco ante el obispo Guido. Así describe la escena su primer biógrafo: «No lo rehusó Francisco; antes, íntimamente satisfecho, apre– suróse con presto ánimo a poner en práctica lo que se le pedía. Llevado a la presencia del prelado, no tolera ya demora, ni se detiene por nada; más aún, no aguarda órdenes ni da explicaciones, sino que quitados y arrojados sus vestidos, los restituye a su padre, sin guardar siquiera para sí los paños menores, y queda delante de todos desnudo por com– pleto. El obispo adivina su espíritu y, admirado de tanta generosidad y fortaleza, levántase al instante, estréchale entre sus brazos y cúbrelo con el manto de que estaba vestido. Entendió claramente que todo era disposición divina y que los actos del joven servidor de Dios que acababa 2s 1 Celano, n. 23.

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