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RELACION DE LAS MISIONES DE. CHILE 223 Caciques de las varias tribus que estaban allí reunidas. Un grito universal fue la señal de comienzo: íbamos precedidos de un mapuche [36] de estatura gigantesca, montado en un gran caballo y con una enorme espada desenvainada -su figura me recordaba la de Goliat-; galopamos a rienda suelta en torno al sagrado es– tandarte de la cruz; y mientras todo aquel gentío lo saludaba con alaridos pro– longados que más parecían mugidos de animales que voces humanas, y al son de algunos instrumentos de madera que no sabría cómo definirlos, yo saludaba a la cruz con disparos de mi escopeta como me lo habían indicado. Después de tres o cuatro vueltas el grupo se detuvo para descansar los ca– ballos y beber algunos vasos de pilcu. (Los mapuches usan, en vez de vasos, grandec .cuernos de buey; y había indígenas que desocupaban uno después de otro,.. En este intervalo uno de los caciques hizo matar un corderito y ordenó rociar la cruz con la sangre del animal. Yo disimulé este acto de superstición. Después pregunté su significado, pero nadie supo decírmelo. Pienso que por haber escu– chaido que los españoles adoraban la cruz en recuerdo de la del Calvario que fue teñida con la Sangre del Cordero sin mancha, tal vez ellos crean que la deben róciar con la sangre de sus corderos, para que los contratos que suelen hacer delante de las cruces alcancen pleno vafor. La fiesta siguió realizándose con nuevos galopes, carreras, aullidos, gritos, vivas al ¡padre libertador y brindis a la salud de todos. Al final la muchedumbre se dispersó. Lo que más llamó mi atención de este espectáculo fue que entre los dos mil y más indígenas, todos ellos borrachos, no hayan ocurrido incidentes, cosa realmente rara que admiró a los mismos mapuches, porque no suelen aca– bar sus fiestas sin varios acuchillados [37]. 45. Desde ese momento en adelante, sea por el canno que me tenían, sea por simple curiosidad, mi casa se veía asediada por las continuas visitas de caciques de tribus lejanas que venían acompañados de cincuenta, sesenta y hasta cien de sus súbditos, llamados por ellos "mocetones". Me veía obligado a estar escuchando todo el día la famosa narración de estilo que, como anoté anterior– mente, se prolonga por una ·larga media hora antes de conocer el objetivo de estas visitas diplomáticas. El contenido de esta conversación es siempre el mis– mo: cómo había pasado la noche, si estaba bien de salud, o si estaba contento en medio de los indígenas. Yo debía agradecer cortésmente su preocupación y des– pués comer alguna cosa y darles algunos regalos de intercambio por los que ellos me habían obsequiado -habas frescas, arvejas, pescado, huevos, a veces alguna gallina, o alguna vez algún corderiHo- volvían contentos a sus lugares de origen. Mi prestigio entre aquellos indígenas iba en aumento ca:da día. Creí que era mi deber utilizar esta benevolencia en provecho suyo: por eso los invité a cumplir su promesa de ayudarme en la edificación de la Iglesia, de la casa para el misionero y especialmente de la sala que debería ser la escuela para sus hijos. Sobre estos últimos cifraba yo todas mis esperanzas de destruir el pa– ganismo y echar las bases del catolicismo en aquellas tierras. Pero mis insinua– ciones sólo tuvieron bellas promesas como respuesta. [Construcción de los edificios de la Estación misional] 46. Los indígenas estaban en estado casi constante de ebriedad; la ociosi– dad reina allí como en su tronó. Según sus principios, es una infamia [38] traba– jar para otros o con el fin de recibir una retribución. Todo esto constituía un obstáculo insalvable para mis propósitos. En vano me esforcé para desengañar– los, trabajando yo mismo en hacer los heridos, talando árboles en el bosque y llevándolos a la construcción o realizando otros trabajos pesados. Es verdad que ellos me prestaban sus bueyes, pero ni siquiera desmontaban del caballo, a no ser

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