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RELACION DE LAS MISIONES DE CHILE 217 los y solamente para salvarlos. Estas respuestas francas, siempre idénticas, parecían producir una impresión favorable en el corazón de aquellos indíge– nas. Pero esta impresión retrocedía a veces por los consejos de algunos malos cristianos que, huyendo de fa justicia, se habían refagiado en aquellas tierras donde llevaban una vida más salvaje que estos mismos indígenas. Estos bandi– dos [23] habrían deseado que yo fuese condenado a muerte sin proceso, siendo causa más que suficiente, según su inicuo código, el que haya aparecido en este lugar y en este preciso tiempo. 31. Los infieles araucanos eran más justos y humanos que estos cristianos renegados: no me habrían dado muerte sin estar plenamente convencidos de que la merecía. La discrepancia en torno a mi suerte se había convertido en mate– ria de apasionados debates a los que yo asistía sin entender palabra de lo que se decía a favor o en contra mía. Sólo lograba comprender a:lgo por las mira– das feroces a veces o compasivas otras que me dirigían. Por estas miradas po– día colegir que mi situación era bastante crítica y que no había otro camino que prepararme a la muerte. Este pensamiento de la muerte me habría halaga– do más si se me hubiese dado morir por la fe; pero dar fa vida por un mo– tivo distinto a Jesucristo me parecía decepcionante. Aunque por otra parte no podía persuadinne que el Señor, que conocía mi deseo de morir rpor El y no por la política, me hubiera permitido una muerte tan sin senHdo. Y esta refle– xión me liberaba del natural miedo a la muerte. No obstante mi persuación, al ver a mi intérprete pálido y tembloroso des– pués de haber perorado como un Demóstenes, creí que había iJlegado mi hora fatal. Se lo pregunté, pero no obtuve respuestas sino vagas y confusas. Habían transcurrido ya treinta días de aquelllas discusiones, si se me debía .matar hoy o mañana, y surgió un nuevo acontecimiento que vino a cambiar la escena. 32. Algunos malintencionados, posiblemente cristianos, habían hecho saber al General del Ejército enemigo que yo comenzaba [24] a ganarme la benevolencia de los indígenas con mi prestigio y que si continuaba viviendo entre ellos po– dría trastocar los planes del Gobierno. El General, que había pedido tropas no ya para castigar a los araucanos por un delito que aún no estaba comprobado, sino más bien para apoderarse por la fuerza de la Presidencia de la República, escribió al. Gobierno en mi contra, diciendo que si no me sacaban de Arauca– nía, él presentaría su renuncia como General en Jefe. Al mismo tiempo me envió a dos personas con un decreto en el que se me ordenaba salir inmediatamente de Araucanía. Y, •en ca:so de resistencia, los dos enviados debían hacerme prisio– ne¡,o y conducirme a la base del ejército donde me esperaría el mismo General y nada menos que para fusilarme como lo supe después por fuentes seguras. 33. Los indígenas, que no me perdían de vista, apenas se enteraron de la llegada de los dos huéspedes de mal augurio, se aglomeraron en torno a mi in– térprete para conocer el motivo de esa visita. Bl intérprete, que ignoraba el fon– do de todo, no pudo responder más que en términos vagos e imprecisos. Todo era confusión y misterio. Y yo no sabía ·a qué lado inclinarme: si me marcho de aquí, pensaba, obedeciendo el decreto del General, apareceré ante los indígenas como súbdito y dependiente de ese General y, por lo mismo, creerán falsas to– das mis protestas que yo no dependo de nadie. Y si permito que me lleven en– cadenado como reo, no sé qué concepto se formarán de mí. . ¿Qué hac.er en este dilema? ¿Negarme a obedecer el decreto? ¿Y si los dos en– viados me toman por la fuerza? O bien usar de 1a fuerza que Dios me ha dado y enseñar a aquellos intrusos cuál es el modo corno deben ser tratados los genti– les hombres. Esta fue una tentación que me vino en ese momento, y creyéndola una feliz inspiración del [25] cielo, me decidí a ponerla por obra.

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