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216 SERGIO URIBE GUTIERREZ en la puerta de la ruca; echan agua fría sobre su cue:r,po obligándolo a morir de frío. Entretanto otros hacen un ruido infernal golpeando sartenes, asadores y otros instrumentos semejantes, haciendo hoyos en las paredes para que salga el espíritu maléfico, acompañando aquella insensata ceremonia con aullidos y lamentos. Cuando muere el enfermo llaman al adivino para que abra su vien– tre para conocer con precisión dónde se encontraba el mal y quién fue el autor de su muerte. El adivino finge que el mal se encontraba en el corazón o en los 'pulmones, órganos que examina atentamente. Hechas algunas ceremonias so– bre el órgano causante del deceso, ,pronuncia el nombre del autor de aquella muerte. Y para ser más fácilmente creído, culpa a algún enemigo del difunto o de su familia; ésta se cree con el derecho de vengarse del culpable. Esta bárba– ra superstición hace que los odios y los homicidios sean bastante frecuentes en– tre los araucanos. Antes apunté que ellos admiten la resurrección de los cue:r,pos en otros paí– ses o lugares. Observé que, al sepultar los cadáveres de sus muertos les propor– cionaban alimentos. Y si el fallecido era persona principal [21], además de la comida que le colocaban cerca, atan su cabello a un palo puesto sobre la tumba y lo dejan sin comer hasta que muere y es pasto de los buitres. Preguntando el por qué de todo esto me respondieron que los muertos debían hacer un ca– mino muy largo para resucitar en una tierra que está más allá del mar. 28. Si prescindimos de estos defectos los araucanos tienen muy buenas cua– lidades, como la de ayudarse mutuamente, tratarse con mucho respeto, ser muy hospitalarios especialmente con los necesitados. Todas estas cualidades se sue– len eclipsar en tiempo de guerra. Ver a un araucano con la cara pintada, como ocurre con frecuencia, da la impresión de encontrarse con el demonio mismo. Yo experimenté este cambio de escena dos días después de mi llegada a Imperial. 29. Apenas supieron los indígenas que las tropas chilenas cerraban el territorio de Arauco y se dieron cuenta que yo no era un simple transeúnte, sino que pre– tendía permanecer entre ellos sin ser su invitado y bajo pretexto de defenderlos, su curiosidad se cambió en sospechas y las atenciones en miradas desconfia– das y amenazadoras. Según lo que suponían, yo no era más que un astuto explorador enviado por el General de los chilenos para estudiar los puntos de más fácil ingreso del ejército invasor. En vano mi intérprete se esforzaba en convencerlos que yo no tenía nada que ver con sus enemigos y que mi única pretensión era salvarlos. Pero ellos no podían comprender que un extranjero [22] venido de otro mundo, pudiese interesarse por personas totalmente desco– nocidas para ellos. La caridad evangélica les era un concepto extraño y sin sentido. Mi audacia merecía ser castigada con el último suplicio. Esta era su de– terminación. Parecía que la fuga era la única salida a este peligro inminente. Pero en ese momento no pensaba así, persuadido que si lograba desengañar a estos araucanos respecto del juicio que se habían formado sobre mí, me sería muy fácil fundar una Estación misional en el centro de Araucanía: y ya pregun– taba en mi imaginación los frutos espirituales de aquella fundación. Pero a pe– sar de todo esto el jefe araucano se mostraba cada día más severo. [Nuevas dificultades y sospechas] 30. Grupos variados de indígenas venían a asediarme a mi choza, una an– tigua ruca que me defendía bastante del sol, pero no de la lluvia ni del viento que soplaba continuamente y con gran violencia. Descubrí que el verdadero mo– tivo de visitas tan extrañas era ver si yo me confundía en mis respuestas para tomar motivo de esto y quitarme la vida sin más trámites. Pero como la verdad es una sola, una sola era mi respuesta: que yo había entrado allí para salvar-
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