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208 SERGIO URIBE GUTIERREZ En ese momento, resignado y encomendándome a todos los Santos, me puse en las manos de Dios. 8. El 4 de octubre fue un día realmente feliz. El capitán nos comumco que la embarcación había pasado ya el Cabo Victoria y que esto significaba que ya no había nada que temer. En ese momento contamos un Te Deum de acción de gracias y empezamos a respirar más tranquilamente. Pero esta alegría común se vio turbada por un accidente ocurrido durante el almuerzo: un marinero cayó al mar. Sus •compañeros, valientes genoveses, sin hacerse de rogar echaron un bote salvavidas al agua y salieron en busca del náufrago. El mar todavía estaba agitado y el viento impulsaba nuestro velero a diez millas por hora. En un mo– mento pareció que el capitán se hubiese arrepentido de haber permitido ese acto heroico de los marineros. Cuando todos estábamos en cubierta y comenzábamos ya a deplorar no sólo la muerte del náufrago, sino también la de sus seis esforzados salvadores, vimos aparecer el vote con todos sanos y salvos. Después de media hora de [7] angustia, volvió la alegría a todos los corazones. 9. El resto del viaje fue bastante tranquilo. El día 23 de octubre se echaron las anclas en el puerto de Valparaíso. Es imposible dar una idea exacta del gozo que se siente al poner pie en tierra firme después de una navegación tan larga y peligrosa. Y mucho más si se tiene la suerte de encontrar esta tierl'a colocada bajo un cielo benigno, poblada de bosques siempre verdes, de frondosos árboles, abundante en frutos de toda especie, cubierta de mieses copiosas, sem– brada de casas diseminadas por aquí y por allá, presentándose ante los ojos como un amplio anfiteatro, teniendo a sus pies una pequeña bahía de mar donde reca– lan infinidad de naves provenientes de todas las naciones que descansan aquí al amparo de los vientos. A orillas de esta bahía nos encontramos con una ciudad edificada con idéntico gusto que las de Europa, con ciudadanos tan civilizados y buenos como los europeos, pero mucho más humanos que nosotros, más corte– ses, más afables, más hospitalarios, más religiosos. Con estas características el placer se convierte en un éxtasis dulcísimo y el navegante no puede menos de elevar un himno de amor y gratitud al Señor. Esta fue mi experiencia y esto fue lo que hice apenas puse mis pies en Valparaíso. (Los españoles la llamaron así -Valle del Paraíso- por haber notado en ella las prerrogativas que antes enuncié). En tiempos de los españoles, Valparaíso no contaba más que tres o cuatro mil habitantes; sus casas estaban edificadas en forma primitiva. Ahora en cambio tiene de sesenta a ochenta mil habitantes. Sus edificios, sus comercios, sus alma– cenes hacen de ella la más rica y brillante ciudad marítima de América del Sur. Los once misioneros capuchinos se hospedaron en la casa de los Francisca– nos Reformados de aquella ciudad. 10. Yo viajé a la ciudad de Santiago, Capital de Chile, y allí permanecí unos treinta días para arreglar con el Gobierno algunas cosas relativas a las misiones. (Debo notar que todas las Misiones de Chile están a [8] cargo de aquel Gobierno). La ciudad de Santiago, atravesada por el río Mapocho, está situada en me– dio de una amplia y fértil llanura. Tiene unos ciento veinticinco mil habitantes; ocho conventos y otros tantos monasterios; una Universidad; un Seminario; va– rios Colegios de Educación y dos Casas de Ejercicios Espirituales. Las Iglesias son ricas, aunque no muy bonitas. La ciudad es cuadrada, dividida en manzanas de unos ciento cincuenta metros por lado, como ocurre en todas las ciudades fundadas por los españoles. Sus casas son muy cómodas; sus fachadas, riquísi– mas y de buen gusto. La religión exclusiva del Estado es la católica y ¡ay del que se atreva a introducir otra! La hospitalidad y el respeto por los buenos reli– giosos son características típicas de los chilenos que en tiempos de paz semejan corderitos, pero que se convierten en leones en tiempos de guerra.
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