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2 F. de Mendoze..-EL ORNATO ARQUITECTÓNICO DE EsTÍBALIZ A pesar de todo, la fachada parece rica. Labores delicadas, mul– tiplicadas con exceso; miembros arquitecturales de labra prolija; piedra simple trabajada con esmero, suponen desembolsos de cierta cuantía. La sencillez, pues, es en Estíbaliz relativa. \ Más austera en el interior y sobria de adorno, dice bien en aquella soledad campestre, dulce y serena, de tamizada luz y fresco am– biente. Gocen en hora buena los ojos y el espíritu de la florida por– tada, del severo porte del recinto, del delicioso paisaje que rodea el montículo, de todo ese conjunto natural y artificial, con sus suge– rencias de ingenuidad y reserva, que tanto convidan a una intimidad placentera. De Vitoria, la ciudad vecina, se distingue desde áquella altura bastante poco: unas cuantas torres, ciertos edificios de alguna mole y un montón de construcciones que la lejanía desdibuja. Las innumerables y diminutas aldeas, que sin detenerse en ninguna la vista recorre, las torres erguidas y los campanarios humildes, multiplicadas vías y arroyuelos señalados de árboles, campos· de vario verdor, manchas de reducidos bosques, montes más o menos alejados, más o menos poblados, más o menos elevados, sirviendo de marco al ameno cuadro; todas las cosas que dan la nota carac– terística del país, llevan con aire de distinción un no sé qué de deli– cadeza, de fina sonrisa, de cansancio soñador. También las. cosas tienen aires nobles o plebeyos. Las aldeas que se agrupan a los pies de la colina parecen con– tentas en su medianía y se ve que llevan dignamente la vida. Vida de trabajo con frecuencia rudo, vida de familia y de economía, vida religiosa a la sombra de su iglesia, la cual llena el pueblo y por la forma de la torre lo señala. Cada familia su amplia casa: cada casa su huerto; cada huertecito su docena de árboles frutales, erguidos o achacosos. Mientras repetidas veces yerra la vista de una cosa en otra, queda el espíritu sumido en una vaguedad muy de su gusto. Es la situación en que se reciben los secretos que la naturaleza gusta deslizar a retazos al oído. Los secretos de los pocos, los secretos que no abru– man nuestro interior. ;El espectador ve Jodo y no ve nada; respira a sus anchas, y no cuenta las horas. Al poeta aquel, que desde su estatua de la plaza pública clamaba por un lugar más alto para no ver demasiado las miserias humanas, yo le llevaría al cerro de Estíbaliz, seguro de que allí había de ha– llarse a su gusto. Sacudamos ahora un poco el sueño del espíritu y vayamos exa~
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